Ansiedad Inflacionaria: la Otra Crisis de Venezuela Por: Eduardo Fernandez
NOTI-AMERICA.COM | VENEZUELA
Ansiedad Inflacionaria: la Otra Crisis de Venezuela
La tragedia venezolana ya no se mide solo en porcentajes macroeconómicos, esas cifras astronómicas que han dejado de asombrar al mundo. La hiperinflación, un monstruo que devora ceros a la velocidad de la luz, ha trascendido lo económico para instalarse en la psique colectiva, moldeando una nueva y tortuosa normalidad. El venezolano no vive con la inflación, sobrevive a pesar de ella, en un estado perpetuo de duelo por una vida que se esfuma entre los dedos como el mismo bolívar, una moneda que se ha convertido en un fantasma, un símbolo de un país que ya no existe.
Cada mañana comienza con un cálculo angustioso. El salario, si es que llega, no es una cifra con la que se planifica el mes, sino un número que se desvanece en cuestión de horas. Ir al supermercado se ha transformado en un ejercicio de surrealismo doloroso; no es comprar, es correr contra el reloj, es llenar el carrito con la mirada puesta en el precio de ayer, sabiendo que mañana será una ficción. La lista de la compra no la dictan las necesidades nutricionales, sino la cruel jerarquía de lo estrictamente indispensable. La carne, el pollo, los medicamentos, se convierten en lujos inalcanzables, piezas de un ajedrez financiero donde el jaque mate es la renuncia. Esta lucha diaria por lo básico no es solo un desgaste físico, es una muerte lenta y constante que erosiona la autoestima, la dignidad y la esperanza.
El impacto en la salud mental de esta guerra de desgaste es profundo y multifacético, los psicólogos hablan de un síndrome generalizado de estrés postraumático, no causado por un evento único, sino por una agresión continua e impredecible. La ansiedad se ha vuelto el tono vital de toda una generación. La gente revisa constantemente las aplicaciones de tipo de cambio no por interés financiero, sino para calcular cuánto de su vida se ha evaporado mientras dormía. La planificación, ese pilar fundamental de la salud mental que nos conecta con un futuro esperanzador, se ha vuelto imposible. Proyectarse a un año, o incluso a un mes, es un acto de fe o de locura. Esta incapacidad para construir un mañana ha generado una desconexión emocional como mecanismo de defensa.
Las relaciones sociales y familiares se tensan bajo este yugo invisible. Las conversaciones giran obsesivamente alrededor de los precios, las estrategias de supervivencia, la nostalgia por un pasado que parece cada vez más lejano. La migración masiva ha fracturado el tejido social, dejando a familias divididas por continentes, sosteniendo conversaciones a través de pantallas que no pueden transmitir un abrazo. Quienes se quedan cargan con el peso de la culpa y la impotencia, luchando por mantener un semblante de normalidad para sus hijos en un entorno que es cualquier cosa menos normal. La tristeza y la ira, emociones que antes tenían causas concretas, se han difuminado en una neblina gris de resignación y fatiga existencial.
El venezolano se ha convertido en un sonambulo viviente, donde el más mínimo desequilibrio puede ser catastrófico. Su resiliencia es legendaria, pero incluso la resistencia más férrea tiene un límite. La sociedad navega en un presente perpetuo y agotador, donde el futuro es una tierra incierta y lejana. La inflación no es solo la devaluación de una moneda, es la devaluación de los sueños, de los proyectos y, en última instancia, de la vida misma. La recuperación económica, cuando llegue, deberá ir acompañada de un proceso de sanación colectiva aún más arduo: reconstruir no solo la economía, sino el alma de una nación traumatizada, que aprendió a sobrevivir, pero que ahora debe reaprender a vivir.


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