El Espejismo de la Transición: ¿Pacto, Ruptura o Revolución? Por: Eduardo Fernandez
NOTI-AMERICA.COM | VENEZUELA
El Espejismo de la Transición: ¿Pacto, Ruptura o Revolución?
La posibilidad de una transición política en Venezuela ha dejado de ser una fantasía para convertirse en un tema central en toda América Latina. Sin embargo, ante este escenario, surge la pregunta inevitable: ¿qué camino tomar? La región ofrece ejemplos diversos, cuyas lecciones, más que un manual a seguir, son un complejo mosaico de advertencias y esperanzas. Observar los procesos de Chile y Brasil no proporciona una fórmula mágica, sino que ilumina los abismos y las cumbres que una eventual transición venezolana deberá sortear.
Chile, tras el fin de la dictadura de Pinochet, optó por una transición pactada. La Concertación de partidos por la Democracia y la propia estructura militar acordaron los límites del nuevo régimen. Este modelo, exitoso en garantizar una estabilidad inicial y una salida pacífica de los militares, tuvo un costo: una democracia con «amarres». Durante años, ciertos enclaves autoritarios, como los senadores designados y la inamovilidad del Comandante en Jefe del Ejército, persistieron. Para Venezuela, la lección es clara: un pacto de élites puede ser la única vía para evitar un baño de sangre, pero puede sembrar la semilla de la frustración ciudadana si se percibe como una justicia postergada y una democracia mutilada. ¿Estarán las partes dispuestas a un acuerdo que, aunque imperfecto, desactive la maquinaria de poder actual sin colapsar el Estado?
Brasil, por su parte, ofrece el modelo de la «transición por transacción». La salida de la dictadura militar fue gradual, controlada desde arriba, y culminó con una Constitución ciudadana en 1988. A diferencia de Chile, no hubo una ruptura traumática, sino una lenta y negociada apertura. Este proceso evitó grandes convulsiones, pero también permitió que viejas estructuras de poder político y económico se reciclaran en la nueva democracia. Para Venezuela, el espejo brasileño refleja un dilema crucial: una transición lenta y gestionada por actores del establishment podría garantizar gobernabilidad, pero corre el riesgo de ser demasiado permisiva con la corrupción y los vicios del pasado, dejando intactos los intereses que han lucrado con la crisis. La pregunta es si la salida será una verdadera refundación o un simple maquillaje.
Venezuela, sin embargo, no es Chile ni Brasil. Su singularidad radica en la profundidad de su colapso institucional, económico y humanitario, y en la fractura social casi irreconciliable. Cualquier transición deberá navegar aguas inexploradas.
Primero, la dimensión humanitaria es abrumadora, no se puede construir democracia con un pueblo hambriento y en diáspora, la recuperación económica y la atención a millones de migrantes y desplazados internos deben ser el pilar de cualquier acuerdo. Segundo, la justicia transicional será un campo minado, buscar un equilibrio entre el castigo a las violaciones de derechos humanos y la necesidad de una reconciliación nacional para no reavivar el conflicto es quizás el desafío más delicado y tercero, el rol de las Fuerzas Armadas, convertidas en un actor político y económico clave, será determinante.
La comunidad internacional, mientras tanto, debe evolucionar de una lógica de máxima presión a una de facilitación inteligente. Su papel no debe ser el de imponer un modelo, sino el de crear los incentivos y las garantías para que los venezolanos negocien su propio futuro, Venezuela debe encontrar su propia senda, una que, aprendiendo de estos espejos, priorice la justicia sin venganza, la estabilidad sin autoritarismo y una reconciliación que nazca no del olvido, sino de la verdad y la reconstrucción de un país que ya ha pagado un precio demasiado alto.


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