Esta familia de diez integrantes viajó desde Venezuela esperando conseguir asilo en EE.UU. Ahora están varados en la frontera
NOTI-AMERICA VENEZUELA
La sala principal del refugio El Buen Samaritano en Ciudad Juárez, una ciudad en la frontera entre Estados Unidos y México, está tranquila la mayor parte del día.
Las literas se extienden de pared a pared, separadas por finas cortinas o sábanas colgantes. Los colchones desiguales están ocupados por hombres, mujeres y niños, todos ellos migrantes que tenían la intención de llegar a Estados Unidos pero no han completado su viaje.
Es media mañana de un frío martes, la mayoría está descansando o revisando sus teléfonos, los únicos ruidos en la habitación provienen de toses esporádicas, dos niños jugando y los sonidos sutiles de un video que se reproduce en un teléfono. La escena parece un bucle.
Alrededor de la 1 de la tarde, Lucymar Polanco, una mujer venezolana de 32 años, mira su reloj.
“Niños, chicos, ya casi es la hora de comer”, grita mientras se levanta y se pone un abrigo. Están en el interior, pero las paredes están atravesadas por el frío invernal.
“Todos arriba, preparémonos”, dice ella.
Su marido, sus tres hijos y otros cinco familiares empiezan a prepararse con entusiasmo. Poco después, un trabajador del refugio anuncia que la comida está lista para servirse.
Esta familia de diez integrantes viajó desde Venezuela esperando conseguir asilo en EE.UU. Ahora están varados en la frontera
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La sala principal del refugio El Buen Samaritano en Ciudad Juárez, una ciudad en la frontera entre Estados Unidos y México, está tranquila la mayor parte del día.
Las literas se extienden de pared a pared, separadas por finas cortinas o sábanas colgantes. Los colchones desiguales están ocupados por hombres, mujeres y niños, todos ellos migrantes que tenían la intención de llegar a Estados Unidos pero no han completado su viaje.
EE.UU. revoca el TPS para miles de venezolanos: ¿Qué pueden hacer los inmigrantes?
Es media mañana de un frío martes, la mayoría está descansando o revisando sus teléfonos, los únicos ruidos en la habitación provienen de toses esporádicas, dos niños jugando y los sonidos sutiles de un video que se reproduce en un teléfono. La escena parece un bucle.
Alrededor de la 1 de la tarde, Lucymar Polanco, una mujer venezolana de 32 años, mira su reloj.
“Niños, chicos, ya casi es la hora de comer”, grita mientras se levanta y se pone un abrigo. Están en el interior, pero las paredes están atravesadas por el frío invernal.
“Todos arriba, preparémonos”, dice ella.
Su marido, sus tres hijos y otros cinco familiares empiezan a prepararse con entusiasmo. Poco después, un trabajador del refugio anuncia que la comida está lista para servirse.
“¡Por fin, tengo hambre!”, dice su hijo Abel Jesús, de 9 años.
Polanco y los otros nueve miembros de su familia se encuentran entre los miles de solicitantes de asilo que fueron afectados por la decisión del 20 de enero del presidente estadounidense, Donald Trump, de cancelar todas las citas de CBP One para personas que buscan asilo por violencia o persecución.
Su cita estaba fijada para el 21 de enero. Ahora, están varados en el refugio de Juárez, sin dinero y llenos de incertidumbre. Desde aquí, pueden ver el otro lado de la frontera hacia Estados Unidos, pero no tienen idea de adónde ir ahora.
Por el momento lo único que saben es que es hora de comer.
“Nos reímos para no llorar”
Después de hacer fila, la familia, cuyos miembros tienen entre 5 y 40 años, se dirige al comedor del refugio, donde se sientan juntos y ocupan la mayor parte de una mesa común.
En cuanto se sientan, parecen dejar a un lado todos sus problemas y se concentran el uno en el otro, en conversar y disfrutar de la comida caliente. El menú del día: sopa de pollo y un plato pequeño de arroz y frijoles con atún enlatado.
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