Luces y sombras de la Comisión Juncker por María G. Zornoza
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Son tiempos cambiantes en la política mundial. Los rostros populistas emergen de norte a sur del globo, los pilares del orden nacido de la Segunda Guerra Mundial están siendo cuestionados y las alianzas tradicionales están cambiando. La Comisión Juncker ha estado marcada por esta transición en medio de la crisis de refugiados o del Brexit. El roaming o Mercosur son algunas de las luces de este mandato, que deja también no pocas sombras.
No ha sido un lustro fácil. Mucho ha cambiado en la política mundial desde que Jean-Claude Juncker tomó las riendas de la Comisión Europea en 2014. Los equilibrios de poder están cambiando, los líderes populistas brotan de norte a sur del globo, los refugiados continúan llegando a una Europa divida sobre la gestión migratoria y la mayor amenaza para el proyecto europeo no llega tanto desde fuera sino, desde algunas de sus capitales nacionales.
En 2016, el luxemburgués vio cómo en un giro inesperado de los acontecimientos, el Reino Unido celebró un referéndum de salida de la Unión Europea. La Comisión Juncker debería pasar a la historia como la primera que ve la marcha de un Estado miembro del bloque comunitario, pero el embrollo en el que se ha convertido el Brexit deja la puerta abierta a que Londres y Juncker digan adiós a su presente europeo el mismo el día, el 31 de octubre, o a que se produzca una prórroga de la marcha de la isla y el Brexit se consuma bajo la Comisión Ursula von der Leyen.
En palabras del propio Juncker, el principal fracaso de estos cinco años ha sido no intervenir en la campaña del Brexit, donde las fuerzas euroescépticas emplearon fake news contra la UE. El presidente de la Comisión escuchó al por entonces primer ministro David Cameron y evitó interceder en el debate nacional confiando en un resultado que nada tuvo que ver con el obtendio aquel 23 de junio. En el otro lado, y según reconoció hace unos meses, Juncker deja el trono del Berlaymont orgulloso de evitar que Grecia abandonase el euro en los momentos más duros de la crisis financiera.
La eliminación del roaming, el avance en la Europa digital, la Directiva sobre conciliación familiar, el Plan Juncker o los acuerdos comerciales con Canadá, Japón, Mercosur, Singapur y, especialmente, con Mercosur son algunas de las estrellas de la Comisión saliente. Sin embargo, en las medidas más ambiciosas como la reforma de la Eurozona o de la Política de Asilo Común, la acción del Ejecutivo comunitario se ha quedado congelada por la división de los Estados miembros.
Las diferencias insalvables, hasta la fecha, de los Veintiocho en materia migratoria han bloqueado cualquier intento de romper el bloqueo del Mediterráneo. Durante los dos últimos veranos, cientos de migrantes y solicitantes de asilo se han quedado varados en el Mediterráneo esperando soluciones ‘ad hoc’ que tardaban semanas en llegar. Los acuerdos migratorios previos con Turquía y Libia sí han cumplido su cometido de reducir la llegada de personas a las costas del Viejo Continente, pero son moralmente cuestionables. También en el parte oscura del expediente Juncker se encuentra el ‘Selmayrgate’. Martin Selmayr, conocido en los pasillos de Bruselas como el monstruo del Berlaymont, ha sido el hombre de confianza de Juncker y su salto hacia la secretaría general estuvo plagados de dudas.
En las capitales europeas, Juncker ha visto cómo por primera vez en un país fundador había una mayoría euroescéptica, como demostró la llegada del Gobierno del Movimiento 5 Estrellas y la Liga hace unos meses; los rebeldes de Polonia y Hungría han consolidado su deriva autoritaria con un Víktor Orbán, primer ministro húngaro, atacando directamente a Juncker y, en el Reino Unido acaba de aterrizar el euroescéptico Boris Johnson. El Ejecutivo comunitario ha sido el primero en desempolvar el Artículo 7 de los Tratados, un instrumento para castigar a aquellos países que no respeten los valores comunitarios fundamentales, contra Polonia. Sin embargo, cerca de dos años después, su poder de disuasión apenas ha dado frutos.
Pero si la amenaza interna al proyecto comunitario llega desde aquellos Estados miembros que quieren modificar su esencia y convertirlo en un club selecto sin soberanía, la externa arriba desde su principal aliado tradicional, Estados Unidos. Hace un años, Juncker tuvo que cruzar el Atlántico de emergencia para evitar el estallido de la guerra comercial entre Bruselas y Washington. Doce meses después, la tregua sigue siendo muy frágil.
Tampoco la Administración Trump le ha puesto las cosas fáciles al equipo de Federica Mogherini, Alta Representante de Exteriores de la UE. Durante el último año y medio, Estados Unidos ha puesto patas arriba el orden mundial nacido de la Segunda Guerra Mundial desmarcándose del acuerdo nuclear iraní, imponiendo aranceles a sus aliados, marchándose de los Acuerdos de París o reconociendo a Jerusalén como capital de Israel.
En este contexto global cambiante y de creciente volatilidad, el luxemburgués ha propuesto la creación de un Ejército europeo. Su Comisión despertó la llamada Bella Durmiente de los Tratados de Lisboa, la conocida como la Cooperación Estructurada Permanente (Pesco) para la inversión conjunta en materia armamentística. Fue el mayor paso de la Europa de la Seguridad y la Defensa desde la fundación del proyecto comunitario.
Con el objetivo de seguir fortaleciendo la voz europea en el tablero de ajedrez mundial, Bruselas ha abierto la puerta a desempolvar la cláusula Tesoro Perdido, que permite tomar las decisiones en Política Exterior por mayoría cualificada y no mediante unanimidad como se ha hecho tradicionalmente. También según Juncker, los Balcanes Occidentales deberían ser parte de la familia comunitaria para 2025. La Comisión Von der Leyen recoge a partir del 1 de noviembre todos estos flecos pendientes, que despiertan simpatías y recelos de los Estados miembros, a partes iguales.
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