La geopolítica se suma a los desafíos que transformarán el sector agroalimentario en España y Europa.
España es una potencia agroalimentaria. Y lo es porque a lo largo de toda su cadena de valor el sector se ha alineado con la política comunitaria en todo lo relativo a calidad, seguridad alimentaria, sostenibilidad, bienestar animal e innovación.
El sector en su conjunto representa un 10 % del PIB, emplea a 2,5 millones de personas en el territorio, con un millón de explotaciones agrarias y 800 000 toneladas de pescado capturadas, y se ha consolidado como uno de los líderes de las exportaciones españolas, a lo que se suma que presenta superávit comercial, contribuyendo así a reducir el tradicional déficit que registra el país en este capítulo.
Ha sido un esfuerzo de renovación que ha requerido tiempo e inversiones, pero que está dando sus frutos de manera reconocible. Solo en los últimos veinte años, el componente industrial ha pasado de representar el 37 % del valor añadido del sector a casi el 50 %. El PERTE aprobado por el Gobierno ayudará a inyectar nuevos fondos Next Generation a esta reconversión verde y digital en la que está inmerso el sector en su conjunto.
Hablamos de nuestra primera industria nacional. Y no solo porque su materia prima tenga, mayoritariamente, denominación de origen española, sino porque los datos lo avalan: representa un 20 % del Valor Añadido Bruto (VAB) de la industria manufacturera española y el 19 % del empleo. Internamente, la parte alimentaria pesa un 78 %, frente al 21 % de la fabricación de bebidas. Está dominado por las pequeñas empresas y, además, genera un elevado valor añadido inducido.
Es en los momentos de crisis, como los vividos durante la COVID-19, cuando el sector recibe más atención, ya que garantizar el suministro de alimentos a la población -que habitualmente se da por seguro sin reflexionar en todo el trabajo que hay detrás- fue clave para evitar que comer se convirtiera en un problema añadido y evitó escenas de pánico como las que sí se vieron en otros países, con colas y disturbios frente a tiendas y supermercados. De la pandemia, todos los eslabones de la cadena salieron claramente reforzados.
No obstante, nos vemos inmersos en la actualidad en una verdadera crisis alimentaria mundial que vuelve a colocar al sector bajo los focos. La guerra de Ucrania ha impulsado al alza los precios de los alimentos agravando una tendencia precedente que ya era detectable en 2021, causada por el cambio climático, la pandemia, la subida del precio del transporte y el encarecimiento de la energía. La subida de la electricidad es precisamente uno de los factores clave en este fenómeno, debido a su relevante peso en la estructura de costes de compañías tanto “agro” como industriales y de distribución. Como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania no solo han aumentado los precios del petróleo y del gas, sino que también se ve afectado el comercio mundial de los cereales y los fertilizantes, entre muchos otros.
Debido a todo ello, el índice de precios alimentarios de la FAO está tocando techos históricos que han llevado al secretario general de la ONU, António Guterres, a advertir de que este indicador nunca había sido tan elevado y que el drama del hambre adquiere una escala “sin precedentes”. En efecto, el desabastecimiento mundial de alimentos y sus elevados precios sitúan a casi mil millones de personas en situación de desnutrición en todo el mundo, de los cuales 200 millones estarán en situación nutricional crítica.
La seguridad y la autosuficiencia alimentaria se han convertido en un objetivo estratégico para los países. Y no es el único cambio de paradigma que se está produciendo en un sector que ha canalizado, hasta ahora, buena parte de las mejoras de eficiencia en reducir los precios finales al consumidor, como demuestra que el peso del gasto en alimentación en la cesta de la compra de las familias españolas haya pasado de suponer un 40,5 % en 1976 a caer hasta el 29,4 % en 1992 y al 17,5 % en 2016, según calcula el INE en base a la Encuesta de Presupuestos Familiares.
Por otro lado, no hay que olvidar que cuatro de cada diez niños españoles tienen sobrepeso, lo que repercute en problemas de colesterol, hipertensión, diabetes, hígado graso y otras enfermedades claramente relacionadas con la obesidad infantil. Un tipo de trastorno al que contribuye consumir productos con excesos de azúcar y grasas, aunque también es fundamental la actividad física y hablamos relativamente poco de esto último.
Del lado de la tecnología puede estar parte de la solución. Un ejemplo reciente es el caso de los tomates que, mediante modificación genética, presentan dosis más elevadas de vitamina D. Así, la investigación aplicada a los alimentos se postula como una magnífica herramienta de salud pública. En la misma línea podríamos citar la creación, por ejemplo, de “carne” artificial proteína creada en laboratorio con base vegetal, el uso de algas como materia prima sustitutiva del plástico o la producción de alimentos vegetales con complementos alimenticios naturales.
El nuevo paradigma de la alimentación va a estar definido por tres vectores: salud alimentaria para las personas; bienestar animal y reducción del impacto medioambiental; e incorporación de innovación tecnológica. No obstante, abordar estos retos tenderá a elevar los costes de producción y distribución y ello se trasladará al precio final. El nuevo ministro alemán de Agricultura lo dijo en su toma de posesión: “no debe haber más precios basura para los alimentos”. Lo que plantea la cuestión, no fácil de resolver, de cómo lograrlo sin penalizar a los agricultores y ganaderos más pequeños ni a las familias con mayores dificultades para llegar a fin de mes, y al mismo tiempo no afectar la competitividad del sector. Todo un reto para la cadena alimentaria en su conjunto, desde la producción hasta la distribución
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