Drones contra las drogas: guerra a industria del opio en Afganistán
Segundos después un misil hace volar por los aires el lugar y se ve ascender una nube de humo. Parece un petardo que estalla en el suelo y levanta polvo.
Ese video, difundido por las fuerzas de seguridad estadounidenses en diciembre pasado, muestra el reciente intento de hacer frente a la industria más peligrosa de Afganistán. Desde el 19 de noviembre drones y aviones de combate bombardean laboratorios de droga y depósitos de opio.
El objetivo es ante todo destruir una de las principales fuentes de ingreso de los talibanes. Más de 16 años después de que comenzara la intervención de varios países en Afganistán, la insurgencia vuelve a tener el control efectivo del 13 por ciento del país y se disputa otro 30 por ciento del territorio.
Los talibanes ganan anualmente entre 200 y 400 millones de dólares con los campos de amapola y con el tráfico de drogas. Además, al parecer han comenzado también a producir ellos drogas, como por ejemplo heroína. De esta forma dejan de ser sólo insurgentes, argumenta el Ejército estadounidense. El floreciente negocio de la droga los convierte en príncipes del narcotráfico con millones de dólares para comprar armas y reclutar gente, una tendencia que sigue creciendo.
A mediados de noviembre no dejaron de salir impactantes cifras: Afganistán, que desde hace años ya producía y exportaba entre el 70 y el 90 por ciento del opio en el mundo, produjo en 2017 9.000 toneladas de opio, la mayor cosecha de la historia. El beneficio aumentó un 87 por ciento con respecto a 2016, según el informe anual de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc, según las siglas en inglés).
Con ello esta industria bate a todas las demás en la economía afgana y, además lo hace con gran diferencia. Ya en 2016 se estima que las ganancias de las 4.800 toneladas de opio que se produjeron equivalieron a cerca del 16 por ciento del producto interno bruto, o dicho de otro modo, a un tercio de todos los ingresos de todo el sector de agricultura, que es el principal del país, según se apunta en un informe de la ONU del pasado mayo.
Una de las zonas donde más aumentó el cultivo la amapola -con un 79 por ciento- es en Helmand, donde ahora llueven bombas. Pero el problema es que los ataques no sólo alcanzan a los talibanes. La industria crea cientos de miles de puestos de trabajo en uno de los países más pobres del mundo, en el que se calcula que el desempleo ronda el 40 por ciento y sigue subiendo.
Antes plantaba grano, maíz, cebollas, ocra y tomates, dijo a dpa Gul Mohammed, un agricultor de 33 años que vive en Gereshk, uno de los distritos donde se combate en Helmand. «Pero la mayoría de las verduras apenas duran 15 días y en ese plazo no llegamos a ningún mercado. Se pudre todo», explicó. En las zonas donde todavía se combate, las carreteras suelen estar a menudo bloqueadas o han quedado destruidas por las bombas.
En tiempos de guerra, la amapola sencillamente es una planta mejor, explica Gul Mohammed. «Crece sin problemas, se puede cosechar fácilmente, no necesita ser almacenada en frío y se vende a un mayor precio», explica. Gul produce al año en su terreno (de unos 20.000 metros cuadrados) hasta 45 kilos de opio y por cada kilo obtiene entre 80 y 130 euros (entre 99 y 160 dólares).
El Departamento de Defensa de Estados Unidos no deja de publicar informaciones sobre sus logros en la lucha contra la industria del opio. Entre noviembre y principios de marzo, efectivos estadounidenses y afganos han destruido más de 40 laboratorios de drogas, registrado y cerrado cuatro mercados de droga, con lo que los talibanes han dejado de ganar unos 32,8 millones de dólares en ganancias, según dijo un portavoz del Ejército de Estados Unidos al ser consultado.
Sin embargo los expertos cuestionan esas cifras. David Mansfield, miembro de la London School of Economics y conocedor del mundo de las drogas en Afganistán (http://www.lse.ac.uk/united-states/Assets/Documents/Heroin-Labs-in-Afghanistan-Mansfield.pdf), resumió en un informe en enero los primeros 24 días de la campaña. Cuestiona los cálculos que hicieron los militares y asegura que, con los actuales precios de la heroína tendrían que haber destruido 73 toneladas métricas para llegar a esa cifra.
Los daños materiales de la campaña contra las drogas probablemente es uno de los aspectos que menos se contempla. Las informaciones de exitosas operaciones desde el aire tienen un componente peligroso: la indignación que provocan entre la población.
Gul Mohammed, que se dedica al cultivo de la amapola en Helmand, afirma que los laboratorios de drogas suelen estar instalados en el centro de un pueblo. «Por supuesto que mueren inocentes si en la casa del lado cae un misil», señala.
David Mansfield, que tiene numerosos contactos en Helmand, apunta que tan solo el primer día de la campaña murieron nueve civiles, entre ellos seis niños.
La experta en Afganistán Vanda Felbab-Brown ya alertó en un informe (https://www.brookings.edu/wp-content/uploads/2016/07/FelbabBrown-Afghanistan-final.pdf) elaborado en 2016 para el Instituto Brookings sobre las múltiples medidas contra las drogas que han fracasado en Afganistán y advierte que sin planes previos para la población no se puede atacar la industria del opio.
La destrucción de las plantas y otras soluciones radicales suelen afectar sólo a la gente más pobre. Y eso reporta nuevos adeptos y mucho capital político a los talibanes, que luchan contra el Gobierno y la comunidad internacional.
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