Sección «Si la Mar se seca, por Leila Tomaselli» – Solo de pasta puede vivir el hombre
«Si la mar se seca»
Bitácora 12
Solo de pasta puede vivir el hombre
Porque mi mundo, cuando no está inclinado hacia el Caribe, se inclina hacia Italia y su poesía, cabe una breve pausa para contar la insostenible levedad que habita un cuerpo muy corpulento, con garbo para la narración. O para la gesticulación narrada. Las manos enormes escriben emociones en el aire, delinean colinas, ahuecan valles, abarcan árboles, amasan hogazas. La napolitaneidad cuaja el aire de cuentos como si la pasión por la fabulación fuera indivisible de la pasión por la cocina. El escenario, un viejo convento restaurado y plantado en la cima del antiguo colle del Gianicolo de la antigua Roma, a poca distancia de la Via dei Fori Imperiali.
Se acerca el chef a nuestra mesa y pregunta si nos ha gustado la pasta con le vongole veraci, (de pura cepa, dice) que ha preparado con tanto esmero.
Al responder con mil expresiones de maravilla, que son como un aplauso silencioso, nuestro chef pone en marcha el acento, la voluminosa levedad de su presencia, proporcional al máximo cargo de cocina, y la gracia del fabulador mediterráneo.
— ¿Han podido apreciar un leve aroma ahumado? —y acompaña la voz indagadora con unas manos en forma de cuenco como de quien mezcla una pasta con su salsa, terminando con un par de volutas aéreas de pulgar con índice. Se aclara la laringe aceptando la invitación a narrar, secundada por nuestros ojos golosos de historias y más volutas.
— ¿Les suena el nombre de Gragnano? —el silencio de muros y vigas del antiguo monasterio es el vacío que da sentido a su voz asordinada y algodonosa.
La conocían bien los romanos. En las tierras que se asoman al golfo de Napoli ya se molía el trigo antes de la erupción del Vesubio. Las aguas de manantial que bajaban por el Valle de los Molinos, accionaban las palas que molían el trigo, proveniente de las colonias allende los mares (una expresión aventurera en desuso porque todos los mares son surcables, pero suena bien en boca cuentista). Con las harinas se hacía el pan que sustentaba las vecinas Pompei y Ercolano y se utilizaba el mismo puerto para exportar el producto terminado. No sin hacer girar palas con el movimiento rotatorio de un índice, abrir ensenadas con la otra mano para recibir las naves de las colonias, cargar en la espalda doblada sacos de trigo, amasar hogazas con ambas.
1845, fecha memorable y perdurable en su historia. El rey Borbón, concedió a los pasteros de Gragnano el privilegio de proveer a la corte del Reino de Napoli toda la pasta larga. Por lo que la ciudad se llamó desde ese día la Cittá dei Maccheroni, a los que nombraron también oro blanco, un alimento democrático, servido en las mesas de los nobles así como en los bajos napolitanos.
Con la tierra, el agua de manantial y el microclima perfecto, Gragnano debía producir ahora una reserva de pasta seca, porque para la fresca no alcanzaban los brazos.
Los arquitectos rediseñaron la via central de la ciudad volviéndola una deshidratadora natural. Orientada hacia el mar, determinaron su amplitud en relación con la altura de los edificios para no obstaculizar las delicadas fases de secado, la máxima exposición solar y el flujo del salitre.
Ciudad rendida a su mejor don: la humedad del mar, de donde viene el aroma levemente ahumado.
Con el corazón en las manos, el chef traza en el aire una vía ancha, edificios a los lados, de donde cuelgan largos maccheroni.
Las manos aletean varias volutas de salsa humeante mientras el tono de voz concluye que la pasta di Gragnano, además, tiene una rugosidad que se consigue con troqueles de bronce —para retener la salsa.
—Ya no, —baja la voz casi avergonzada del progreso—hoy el ligero aroma y sabor ahumado se reproduce artificialmente. Sigue siendo una pasta que no se vende, se cuenta, —ya va lejos, —es poesía— se alcanza a escuchar.
Pero con tanto Gragnano, sería ofensivo no recordar las enseñanzas de nonna Angela, no ya por su pasta sino por sus gnocchi. Por lo de hacerlos a mano. No necesitan secado. Ni una ciudad dispuesta para ello. Y son como la evocación del tequeño venezolano en otras tierras.
En sus ojos verdes de herencia normanda, traía Angela los sueños intactos a sus 19 años, cuando, enamorada de Mattía y con prisas, había recurrido al último acto de la teatral fuiutina, la huidilla. Los chicos huían al atardecer para pasar la noche juntos. El padre de la novia, así presionado, obligaría por convenio el enfangador de reputaciones a limpiar el honor de la familia casándose con la chica. Y que Dios bendiga vuestra unión.
—Recuerda, —levantando el dedo acusador (hábito más que orden) y los sueños apagados en la mirada— el secreto de los gnocchi son las papas. Tienen que ser las más feas, sucias y rústicas. Observaba yo atentamente las manos ágiles de mi abuela, acostumbradas a la tropa hambrienta.
— ¿Cómo haces, abuela, para amasar con las uñas tan largas?
— ¡Práctica! —reía la nonna.
Mientras las papas hervían, el mesón de mármol se llenaba de utensilios brillantes y pulcros. Manos a prueba de fuego las pelaban luego peloteándolas de la una a la otra, pasaban por el aplasta papas, directas al mesón. El resultado del proceso era un volcán de gusanitos nevados con harina tamizada y sal.
—Amasa tú, ya yo hice la parte más difícil. ¡Con la palma de la mano, no con los dedos!
—¡Que me quemo nonna!
— ¿Ma hai le mani di pasta frolla? (¿Tienes manos de masa quebrada?) Sigue, mientras yo preparo todo el resto.
De la colisión de harina y papas y tiempo, nace entre las manos rojas y anestesiadas una masa visceral, dorada, tibia, gorda y uniforme, más harina que se pega, y al enfriarse un poco, una pizca de secreto del que no me entero. Supongo levadura, no me crean demasiado.
—Ahora hacemos rollitos de masa, cortamos en deditos y pasamos cada uno por el rallador. Así no… Pon tu pulgar sobre la masa, haz presión en el rallador y deja caer el gnocco sobre el mesón, despacio, ¡eso! ¿Sabes para qué es ese hoyuelo?
—Es el escondite de la salsa.
Si la mar se seca
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