Sección «Si la mar se seca, por Leila Tomaselli»
«Si la mar se seca»
Bitácora 6
Vuelven el hocico coyotes bien alimentados como preguntando porque los humanos conquistamos sus territorios. Dominan los viñedos campanarios de bodegas vinícolas, de falsas maderas e inconsistentes escenografías. Desfilan resueltas bandadas compactas de correcaminos (tan pequeños respecto a su gran fama) del color de las tórtolas. Estos son de verdad, como los árboles otoñales que enrojecen los atardeceres.
Y arañas voladoras. Agresivas. Escondidas en la cavidad de los enormes cipreses.
— ¿Y te quieres ir?
No es que quiera, es que debo seguir el camino.
Palm Springs
A unas cuantas millas de Los Ángeles, Palm Springs se mece, cuajada de colores, entre las montañas del alto desierto que se elevan con vertiginosa tenacidad sobre un manto de césped, tan verde como inesperado. Qué manera de desperdiciar el agua, pienso con ira ecológica.
Y es que el valle reposa sobre manantiales subterráneos de un misterioso maridaje de aguas saladas de mar y aguas dulces de rio, que en algún trecho de su remota historia han sido fondo de mar y sus palmeras, quizás, algas ondulantes. La geografía es un exceso de paisaje espinoso con el que el modernismo de pequeñas casas blancas, con toques de color y techos de madera, comparte un silencio apenas roto por la explosión continua de buganvilias, cactus, ocotillos, palo verde.
Sin palo verde no hay desierto.
Un árbol del color de la aridez, amarillo, que solo entiende de aventuras a ciegas, pecho adentro en la primaria naturaleza desértica, de tronco verde cuando joven y de alfombra dorada cuando la floración termina. Lleno de coquetería amarilla hasta desflorado.
Ir a Palm Springs, donde la naturaleza es feroz, pueden llover piedras que el vendaval levanta desde el lecho del torrente seco, puede abrasar el sol, correr el viento hacia los centenares de molinos moviendo las palas en distintas direcciones, (que trastocan la cordura de mi hermano fotógrafo), es entrar en el mítico mundo de la magia americana hecha de las voces de Frank Sinatra y Sonny Bono, de la risa de Bob Hope que aquí nació.
Verde, muy verde de miles de palmeras excelsas, desenfocadas por la bruma canicular, a pie de las montañas en cuyas alturas, duerme sus sueños de desierto gris Yucca Valley, el único lugar en el mundo donde crece el Joshua tree, el árbol de Jesús, por sus brazos abiertos en cruz. Lacónico, silente y reverente, enraizado en las entrañas de aquella tierra californiana que ha sido mexicana, comparte suelo con bien nutridos coyotes que escandallan famélicos el territorio, rocas pulidas por la erosión de agua y tiempo, algunas partidas por la hoja sanguinaria de un hacha gigantesca, pareciera.
Se acerca a nuestro pequeño stand de la Desert Landscape Expo un residente de Palm Springs, lleva sus pensamientos al aire (sin barreras de inútiles melenas), su sonrisa tan obstinada en sonreír, como expuesta al sur.
—Quisiera hacerle un regalo de aniversario a mi esposa. Ama los jardines. ¿Podría diseñar uno a su gusto? —Canta en su inglés sonriente. Happy to help! Faltaba más.
Y estoy realmente encantada. A las 5 de la tarde, acordamos, que es siempre una hora evocativa.
Al pasar un muro de piedras falsamente en seco, escondido a la vista y rodeado de buganvilias, se abre un espectáculo insólito por lo insospechado, una zona de caravanas. La que busco está separada de la calle principal por una franja de cemento, rodeada por un seto de lantanas (lo que conocemos en otras latitudes como cariaquito morado, con el que te mandan a bañar las viejas generaciones para llamar a la fortuna). Me espera, al lado del esposo sonriente, una señora toda lacitos y cabello disciplinado, su voz, un capricho sonoro.
—No importa el costo, quiero para mi sweetie lo que ella disponga. Sweetie dispone un jardín muy formal y completo, lleno de escondites para sentarse a soñar y hacer memorias, para resguardarse del sol en las tardes manchadas de calima.
—Y usted Sir, ¿no necesita algún espacio en especial? —Sí—bajando la mirada sonrojada a esa larga y angosta tira de suelo que separa la casa de la calle. Y hace crecer con los brazos dos hileras de luces azules que bordean, intuyo, una pista de aterrizaje.
—Soy veterano de Vietnam, you know, —se excusa —sigo soñando con esa pista, escondida entre la maleza, donde llegaban provisiones y salían heridos.
Sweetie mira con amor a este buen hombre, una deliciosa fusión de sencillez, delicadeza y rudeza militar, que sigue visitando un psicólogo, ha leído los grandes libros de todos los credos. Para entender porque nos peleamos. Dice que dicen todos lo mismo.
Palm Springs da para más de una biografía. Podría yo tener, de tantas otras, una segunda vida aquí para escuchar la voz de Frank sentada en un sillón modernista con vistas al jardín. Y una Ford Thunderbird aparcada al frente.
Si la mar se seca
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