«Si la mar se seca» por Leila Tomaselli
«Si la mar se seca»
Bitácora 2
Tras un secuestro exprés, Caracas se hace enjambre y colisión de memorias. Se transforma en otra ciudad, desmadejada, secuestradas las cuestas sembradas de casitas bajo enormes ceibas, los cachitos de jabillo, los raspados de colores. Desaparece el caraqueño elegante, pícaro y audaz, rendido a su baile interno. El zumbido de la vida se vuelve fragor, peligro, intimidación desatada.
Y entonces vuelven las memorias para hacernos sonreír desde el recuerdo, refrescar el hierro del miedo.
Y el lugar, el parque Pittier, es propicio al milagro.
Parque Pittier
También nos han abrigado certezas y extrañezas de lo cotidiano. Los viernes, saliendo de la facultad de arquitectura, emprendíamos camino hacia Cata y Cuyagua. Parábamos en cualquier tenderete por vino (vinacho más bien) pasita de cambur, licor nacido en parto prematuro de la fermentación de bananas y pasas de uva. Muy barato, muy dulce, muy embriagador y resorte de cualquier exceso.
Parque Pittier, en la serranía del litoral central. Paso obligatorio hacia nuestro mar. De día es un triunfo de verdores caribeños, arboles enormes de raíces gigantes, camino estrecho y húmedo que desemboca en Ocumare de la costa. Venimos en caravana de noche, cuando la neblina acorta las distancias, las aves salen despavoridas, chillando encandiladas por los focos de los carros, los animales y los millones de insectos descienden a la carretera desde el bosque nublado, allá por las montañas lejanas y oscuras a estas horas, los líquenes barbas de viejo se columpian desde las ramas de los árboles y lamen el techo de los vehículos desprevenidos, atentos a las arrugas del terreno.
Un carro tras otro, nos sentimos acompañados (que los caminos se hacen de andarlos juntos una y otra vez) cruzando caseríos donde los sueños de los que duermen en sus chinchorros flotan sobre los techos y salen a nuestro encuentro, vahos húmedos de amores, soledades, deseos, nostalgias. Una turba de fantasmas apenas cristalizados se presenta para contar su historia de pasiones y memorias, pasan y se disuelven en la neblina del bosque, alucinaciones de la última cerveza. A estas alturas, cuando el vino o vinacho pasita ha exudado su efecto arrebatador, ánimas y espantos nos encuentran muy dispuestos a la tertulia.
¿Quién duerme dónde esta noche? Yo me pido el chinchorro y tiramos a suerte las colchonetas. La llegada a la casa del pueblo de Ocumare es un deslizarse hasta el acomodo más cercano, mientras se forman parejas de urgencias amorosas y no. Hasta altas horas de la madrugada, sombras amparadas en la penumbra se desplazan en busca de frescor entre chinchorros y entresueños.
El desayuno de la mañana siguiente es potente, para poder aguantar todo el día de sol. En una casa del pueblo que no necesita exponer el cartel posada o restaurant o desayunos. Suficiente con observar la satisfacción en los rostros de quienes salen, mantener las puertas abiertas al patio lleno de trinitarias, (surcado por algún pollo intrépido en busca de maíz), para atraer más comensales y terminar de vender las muchas tandas de arepas, ese disco de maíz hecho a la brasa que sabe a gloria.
Por la tarde, una ducha al aire libre, refrescante sobre la piel que arde, unos trapitos sencillos sobre el cuerpo tostado, rigurosamente mínimos y blancos, para lucir bronceado y divisar mosquitos (que los condenados adoran el negro en el que se disfrazan) y un pescado frito a la orilla de la playa. Nos comen los jejenes, un mosquito tan pequeño y tan pesado como su propio ensañamiento. Y pica, insiste, vuelve a insistir y no lo ves y te provoca tirarte al agua. Para espantarlo, y aun así, nos ponemos un cigarro prendido en la división entre el dedo meñique y el anular de cada pie desnudo (allí todo lo deleitable ocurre desnudo). Lo único es bailar, buscar la brisa del mar por el malecón, reír, echar líquido helado a la garganta ardiente, abrazarse, soñar con el amor oblicuo en los chinchorros de la casa que nos hospeda.
El domingo, después de la playa, con los sentires en desorden (o finalmente ordenados por el aturdimiento de ardores aplacados), retomamos camino hacia Caracas.
Parada obligatoria, la manga de coleo para descubrir que Benítez se monta con destreza a un caballo y adelantándose a los demás coleadores, le agarra la cola al torito. Como si, en lugar de plumillas y mano suelta, fuera esta su faena diaria.
Si la mar se seca
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