Tom Wolfe, un dandi en Nueva York
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Se ha dicho que Wolfe no escribió novelas, sino «hipérboles periodísticas». Puede ser, pero no importa demasiado. Frívolo, iconoclasta, incongruente, la mejor creación de Tom Wolfe ha sido Tom Wolfe. Al igual que la denostada e incomprendida corbata, su obra periodística y literaria será recordada como una inspirada y perdurable síntesis entre tradición y modernidad
Tom Wolfe, Richmond (Virginia, Estados Unidos, 1931) nunca soportó la idea de pasar desapercibido. De joven, anheló ser un astro del béisbol, pero carecía de las condiciones necesarias para materializar ese sueño. Se resignó a ser periodista y adoptó el aspecto de un viejo caballero del Sur que ha aprendido la lección esencial de Oscar Wilde: para ser un dandi, hay que molestar, irritar, provocar. Con un impecable traje blanco de tres piezas, camisas de cuello almidonado, un pañuelo de seda en el bolsillo de la americana y un sombrero panamá, declaró al mundo que la arquitectura de Las Vegas superaba en belleza a las catedrales góticas europeas.
Ateo, liberal, enamorado de Nueva York y firme admirador de George Bush, no soportaba la petulancia de los intelectuales que habían menospreciado a Dickens, Zola, Balzac o Steinbeck para exaltar a James Joyce, Malcolm Lowry o Hermann Broch. Impulsor del Nuevo Periodismo, convirtió sus reportajes en piezas literarias, incluyendo una variable hasta entonces insospechada: el uso -y abuso- de la primera persona del singular. El Nuevo Periodismo repudió con idéntico fervor la retórica y la frase impersonal. No buscaba la frase perfecta, sino la frase viva. Sensacionalismo no, elegancia y rigor. Exactitud sí, pero con estilo y con el poder de emocionar y conmover. Sería injusto no reconocer el primado de Truman Capote en esta nueva forma de narrar. Capote fue el mayor virtuoso del esnobismo de su tiempo y resplandeció en los suplementos literarios como una litografía de Andy Warhol en un escaparate de la Avenida Lexington.
Autor de tres novelas tan colosales como sus amados edificios de Las Vegas, la fama de Wolfe como autor se desbordó con La hoguera de las vanidades, publicada en 1987. Se trata de una novela despiadada que retrata la caída de Sherman McCoy, un próspero corredor de bolsa de Nueva York que atropella a un joven negro durante una salida nocturna con su amante. Tom Wolfe no se apiada de nadie. Ricos y pobres manipulan obscenamente la verdad en su propio beneficio. Los lazos sentimentales siempre son menos importantes que el prestigio social y el dinero. Los periodistas explotan y deforman las noticias para atraer a los lectores, sin respetar ninguna clase de ética profesional. Los jueces y abogados sólo piensan en su carrera. Hasta las buenas causas están contaminadas por la ambición, el oportunismo y la vanidad. Nadie se preocupa de las víctimas, salvo para sacar algo de su desgracia: lucro, fama o simple publicidad. En La hoguera de las vanidades, Wolfe transgrede sistemáticamente la corrección política, abordando las tensiones raciales y sociales desde una perspectiva mordaz e irreverente. Aunque se trata de una comedia, evoca la bajada a los infiernos de Dante, pero sin ascensor de subida al purgatorio y el cielo.
Detractor de la televisión y las redes sociales, Wolfe no creía en la teoría de la evolución. Le parecía un cuento bienintencionado, pero tan falaz como la existencia de Dios. El ser humano sabe muy poco, casi nada. El universo es un misterio demasiado grande para nuestro pobre intelecto. Nuestra civilización es una farsa tan pequeña que algún día no quedará ni un vestigio de su existencia. Se ha dicho que Wolfe no escribió novelas, sino «hipérboles periodísticas». Puede ser, pero no importa demasiado. Hace tiempo que los géneros literarios son manchas de tinta a la deriva, con tendencia a mezclarse entre sí. Lo importante ya no es cumplir las normas de un canon, sino alcanzar la excelencia.
Frívolo, iconoclasta, incongruente, la mejor creación de Tom Wolfe ha sido Tom Wolfe y, personalmente, me atrevo a destacar uno de sus logros más inadvertidos: la reivindicación de la corbata. En una época en la que las figuras públicas tienden a prescindir de esta prenda, Wolfe se paseó por el mundo con una exquisita colección de corbatas que subrayaba la importancia de lo meramente ornamental en el hombre. A pesar de su escepticismo sobre las teorías de Darwin, se le podría atribuir la perspicacia del antropólogo que ha identificado la señal capaz de marcar la diferencia entre civilización y barbarie. Sé que mi observación es algo peregrina, pero creo que al príncipe de la cultura pop no le habría molestado demasiado. Al igual que la denostada e incomprendida corbata, su obra periodística y literaria será recordada como una inspirada y perdurable síntesis entre tradición y modernidad.