«Si la mar se seca», por Leila Tomaselli
«Si la mar se seca»
Bitácora 1
La guerra había arrojado sobre costas venezolanas a un hombre y una mujer con mucha historia y extravío. Se habían conocido en la embajada italiana, donde mi futura madre había ido a pedir ayuda legal para disolver el matrimonio de guerra que le había permitido inmigrar. Le escuchaba del otro lado del escritorio mi futuro padre, abogado de la embajada italiana en Caracas.
Asi empezó todo.
Con un padre siciliano hermético y una madre pelirroja del norte, tan norte que ya no era Italia, pidiéndose ayuda recíproca.
A mi padre también debía escasearle el afecto.
El viaje vino a mi encuentro también.
Para recorrer, junto con mi hija, el camino a la inversa, del Caribe al Mediterráneo.
Empezó en Caracas.
Podía haber sido el camino a ninguna parte. De tantos y tantos, ha sido, para las dos, el único posible.
Hay caminos que están abiertos solamente para quienes los caminan por primera vez, sospecho…
Belleza
Y la belleza.
Una de las tantas razones que había sopesado a la hora de decidir salir de la casa paterna, era el total desconocimiento del corazón de mi padre, escondido detrás de mil capas y armaduras, como corazón de marioneta siciliana que palpita muda de voz propia. De madera labrada, i pupi, los títeres que abrazan la existencia de héroes caballerescos y que cuentan las gestas de las conquistas, visten corazas y se mueven (o son movidos) según la escuela a la que pertenecen, como las bailarinas de samba pero con movimientos menos flexibles. A la fibra maderosa de mi padre Don Gaetano, siciliano de 10 generaciones, no se sabía cómo llegarle. Reservado y taciturno, permanecía rígido y digno, como una marioneta en descanso. Incomunicado.
Apasionado de miradas ojerosas y enigmáticas, que buscaba en todas las criaturas femeninas, me preguntaba como percibiría mi padre la belleza. Lo descubrí años más tarde cuando ya no podía dialogar con él, al leer su ensayo acerca de la belleza. Que sus ojos seguían con extrema discreción cierto tipo de fémina. Que tenía pinceladas de memoria felliniana de fugaces jovencitas cuyas sombras se disipaban en su propia esencia olorosa de azahares insulares, eso lo había percibido. Ahora descubría que para un siciliano la mujer ondula, baila al son de un ritmo interno cuando camina, actúa como si se sintiera observada, esconde el rostro, cumple cada gesto en cámara lenta seguido por algún flash repentino, inesperado, escenográfico, que enamora el público. Una mujer dada a su público. Cuando el sudor la humedece y el frío le aprieta el abrigo al pecho, un siciliano desmaya delante de tanta teatralidad, lo que la hace tanto más deseable cuanto más misteriosa.
“De los encuentros efímeros se conserva siempre una lánguida memoria determinada por todo aquello que no tiene ni principio ni fin. Imágenes furtivas, encuentros inesperados, momentos deleitosos que se desvanecen como la neblina y dejan amargura, en la que naufraga la decepcionada expectación. La mujer misteriosa es atrayente y desenvuelta, conserva en su madurez aquel aire de pícara inocencia. Cada bello rostro encierra un misterio inesperado, revelado por el relampagueo de una sonrisa cautivadora. La mujer de gran finura y educación perfeccionada en el curso de generaciones. Esa es la mujer que amo.” Gaetano Molé.
No es una mujer en particular.
Es la mujer, perfumada y sensual que al negarse, se ofrece.
Es su sombra, su andar seguro pero leve como el vapor.
Fantasear, soñar y poetizar acerca de una mujer es más que poseerla, entre la vida y la muerte, el dolor y el placer, el misterio y la espontaneidad, un fenómeno de altísima poesía que requiere más de sensualidad y encanto que de una belleza de facciones perfectas. Así percibe la mujer el varón de descendencia árabe, más en la mente que en la vida, el erotismo está en soñar la mujer con tal intensidad, sofisticando a tal punto el deseo que luego no puede resistir su presencia. Venera su sombra y su aliento más que su posesión, para prolongar el mal de amor en el cual se regocija, exigiendo veneración, respeto y obediencia a su propia mujer y dejando la mujer holográfica para los sueños más apartados.
Cada italiano vive secretamente con su Gradisca (Amarcord, Fellini). Una mujer más hablada, menos habida, que no puede sino desactivar la potencia de un hombre siciliano, inducir a peregrinaciones del espíritu y de los sentidos.
¿Y cómo puedo conformarme con una mujer que en la cama se persigna antes de cada abrazo, (confiesa el príncipe de Salina a su confesor) y luego no sabe decir otra cosa que Jesusmaría? Siete hijos me ha dado, siete, y ¿sabe qué padre? Nunca he visto su ombligo. (Il gatopardo/G. Tomasi di Lampedusa).
Si la mar se seca
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