Sección: Storytelling a la carta por Luisa Himiob
DESDE EL LUGAR DE LAS MEMORIAS DORMIDAS 1/3
Creo que todo relato -aun cuando su trama y personajes sean ficción- contiene y refleja inevitablemente nuestra propia historia. Por eso, luego de pasar gran parte de mi vida fuera de Venezuela y haber cargado con un continuo sentimiento de “desarraigo”, he sido la primera sorprendida al escoger Guayana como escenario para esta primera novela. Quizás se deba al recuerdo de la primera vez que visité la región: a la fuerza magnética de ese Escudo Guayanés de 1500 millones de años, a sus poderosos ríos que inalterables siguen su sinuoso camino al mar o a las montañas y cordilleras que parecen abrazar a los hombres que habitan ese espacio, evitando que se embriaguen y se pierdan en su vastedad. Todo ello me ha hablado de mi propia identidad, de raíces que las distancias geográficas no pueden diluir.
Los parajes de una Guayana de colores encendidos y de emociones y leyendas apasionadas son el escenario y testigo inmutable de las historias de amor, desengaños, duelos y conflictos de los cinco personajes que hacen vida en la Hacienda Tres Ríos. Es devastador el contexto social y político que los envuelve y sin embargo, reflejan una humanidad plena de costumbres, supersticiones y rituales, exponentes de un realismo mágico que espero nunca deje de existir.
El entierro
Son casi las cinco de la tarde y el día anuncia su descenso hacia ese rito mágico y continuo donde la luz le cede complaciente el paso a la oscuridad. Claudio Blanco teme llegar tarde al entierro del hijo de su nana, Teodosa.
El cielo se torna gris y el silencio se llena con el cantar de los grillos y el vaivén de las copas de los árboles que presagian el agua que pronto llegará. Los tonos rojizos de la tierra van perdiendo intensidad a medida que se aleja hacia el horizonte. Huele a tormenta; así es Guayana, abrupta en sus cambios de paisaje y clima.
La carretera que lleva a la hacienda le parece más estrecha y menos imponente que la que guardaba en su memoria. A medida que camina hacia la explanada donde se encuentra la casona, lo que parecen motas de algodón flotando en el aire se convierten en flores blancas ofrecidas por manos infantiles al alma de Juan Pablo, el muerto que esperaba pacientemente la hora de su entierro.
A Claudio lo embarga la tristeza. Otro entierro le esperaba bajo la misma ceiba cuyas ramas dobladas parecían aceptar el triste destino de acoger a los muertos de la familia Blanco. Allí, rodeando el majestuoso tronco, las lápidas que señalan las tumbas de sus padres, sus abuelos y del hermano que nunca conoció, le hablaron a Claudio de tiempos que él pensó haber dejado atrás y que ahora, tercamente, se hacían presentes de nuevo.
El cielo pasa de gris a negro y con asombrosa rapidez se desató la tormenta anunciada. Teodosa, corpulenta y encorvada le toma la mano, en su rostro una mueca de indignación: es el segundo de sus hijos que pierda a la violencia de los tiempos. Mira el cielo, dejando que el olor a tierra húmeda y la lluvia acariciara el dolor de unas lágrimas demasiado frescas.
Dos Santos, padre del difunto y así llamado por tener solo dos dedos en su mano derecha a causa de un infeliz accidente con una sierra resbaladiza y asesina, espera su turno para saludarlo. Mulato alto y bien plantado, las canas asoman entre la cabellera de pelo apretado. Al abrir la boca, huecos negros evidencian los tres dientes que le faltan. En silencio, sus grandes ojos negros lloran sin vergüenza.
Son pocas personas, unas quince en total. El chubasco arrecia y el viejo cura dispensa un pax vobiscum luego de pronunciar una corta elegía. El ambiente es incómodo, no hay abrazos ni palabras de consuelo. Mas no por eso dejan pasar el ritual de las flores blancas que, una vez enterrado el muerto, los niños recogen para lanzarlas al río que le hablaba a don Augusto Blanco de secretos que de generación en generación debían pasar a los varones de la familia Blanco.
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