En los últimos 12 meses, tres países de África occidental sufrieron golpes de Estado que acabaron llevando al poder a juntas militares. Todos tuvieron el apoyo de buena parte de la sociedad, partidos políticos y organizaciones ciudadanas, expresado en comunicados y manifestaciones callejeras de alivio e incluso alegría. Dejando a un lado a Guinea, donde la represión y la corrupción habían llevado al régimen de Alpha Condé a un callejón sin salida, en Malí y Burkina Faso los golpistas adujeron la necesidad de tomar el poder para hacer frente a una amenaza yihadista que la presencia militar francesa no pudo contener. Los hastiados ciudadanos los acogieron con los brazos abiertos. Sin embargo, las arengas de unos y los discursos preñados de buenas intenciones de otros están naufragando ante la violencia que campa a sus anchas.
En Malí las cosas van mal. En un contexto de retirada de las fuerzas francesas y europeas del país tras una década de infructuoso combate contra el yihadismo, la llegada de mercenarios e instructores militares rusos como nuevos aliados en esta guerra de la mano de los coroneles golpistas ha elevado aún más el diapasón de la violencia. Masacres de civiles y ejecuciones extrajudiciales conviven con enfrentamientos entre grupos armados y constantes ataques y atentados contra militares malienses y fuerzas de la ONU. Todo el norte y centro del país es pasto de las llamas de un conflicto que se desarrolla lejos de los ojos y los oídos del mundo. No quieren testigos.
En Bamako, aquel apoyo inicial a la asonada se ha ido desvaneciendo, un proceso que conduce a la inevitable ruptura entre una sociedad que creyó en el poder de la fuerza militar como salvadora del país y unos coroneles golpistas que han mostrado su incapacidad para meter en vereda el descarrilamiento de toda la nación. El silencio del predicador Mahmoud Dicko, quien fuera principal valedor de los golpistas, es tan revelador como el hartazgo cotidiano de quienes, sin comerlo ni beberlo, sufren las ejemplarizantes –y por ello tan injustas– sanciones de la CEDEAO.
Lo de Burkina Faso es, si cabe, peor. Desde que el teniente coronel Damiba se hiciera con el poder hace seis meses, los grupos armados han puesto cerco a un puñado de localidades, han cortado carreteras, han asesinado a civiles y han hecho huir en varias ocasiones a un Ejército incapaz de contener el incendio. Como también pasa en Malí, dirigentes locales negocian con los yihadistas treguas que les permitan vivir. Si el objetivo declarado de Damiba era recuperar la integridad territorial del país, durante su mandato la cifra de personas que han abandonado sus hogares no deja de crecer y ronda ya los dos millones.
Pero el fracaso de la mano dura militar para atajar un conflicto que pide a gritos reinventar un modelo de organización política no puede ocultar la decepción de una organización regional, la CEDEAO, que aspira a encontrar soluciones en el caduco sistema de mediación y sanciones que ni sus dirigentes se creen ya. La crisis del Sahel es de tan profundo calado que es inevitable evocar a Thelma y Louise conduciendo su descapotable azul, melenas al viento, directas al precipicio.