Fuente: https://www.voanoticias.com
Yeniel, -un joven de Venezuela que no quiso revelar su apellido, edad, ni lugar de origen-, es sólo uno de ellos. Con la esperanza de librar los endurecidos controles migratorios de Ecuador, no dudó en lanzarse a las torrentosas aguas del río Guáitara para cruzar a esta nación andina por un improvisado paso ilegal.
Yeniel venía desde Colombia y para asegurarse el paso entre un país y otro no le quedó más que utilizar una especie de cuerda formada por mantas amarradas entre sí. Cerca de él había otras 20 personas que también ansiaban librar el control fronterizo.
Desde el 26 de agosto, el gobierno ecuatoriano exige la presentación de una visa a los venezolanos que pasan por su principal control limítrofe binacional: el puente de Rumichaca. La medida ha afectado a unos 600 ciudadanos que no pueden cumplir ese requisito en el lado colombiano y por ello muchos han decido emprender aventuras casi suicidas para llegar a Ecuador o seguir su viaje hacia otros destinos.
Cerca de la frontera, las noticias vuelan, a veces con más rapidez y menos información real de lo deseable. Los porteadores de la zona son los primeros en dar pistas de los posibles pasos ilegales y señalan como punto de partida para las expediciones pagadas entre 20 y 30 dólares por persona al barrio de Hierba Buena.
Los que deciden avanzar por su cuenta se organizan improvisadamente, como Yeniel. Él, por ejemplo, forma parte de un grupo y juntos toman una ruta que más bien parece un despeñadero. No hay camino trazado ni indicios de que alguien más haya andado por esos sitios. Se abren paso con un machete, bajan con lentitud y con precario equilibrio se aferran a cada raíz, a cada rama.
“Estoy cansado de caminar en todos lados y que no me dejan pasar”, dijo a The Associated Press. “Quiero que (el presidente Nicolás) Maduro dejé de mandar en Venezuela y mi familia tenga que almorzar”.
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Miles de venezolanos llegaron el fin de semana a Ecuador para evitar requisito de visa humanitaria
En el grupo de Yeniel hay mujeres, jóvenes y unos pocos niños. Ya en la orilla del Guáitara, confirman lo que no se veía con claridad desde el puente de Rumichaca: el agua de este río les llega al pecho, la corriente es fuerte y el riesgo de cruzarlo es muy alto. A pesar de ello, Yeniel se lanza a las aguas y llega al otro lado. De un extremo a otro se ata la cuerda y cada uno de sus compañeros avanza lentamente hasta llegar a la orilla opuesta.
De allí en adelante, suben una empinada ladera que por instantes pereciera interminable, pero la decisión de continuar avanzando sigue firme pues saben que casi al final les aguarda la imaginaria línea binacional.
Una modesta casa de campesinos ecuatorianos es su primera parada. Una comedida mujer les regala agua. Poco después, gente de la zona –sin preguntas, sin motivo– les ofrece transporte en camioneta hasta Tulcán, ciudad ecuatoriana a cinco minutos de Rumichaca.
Como Yeniel, ninguno de los migrantes del grupo quiso dar detalles sobre su vida. Todos pidieron guardar su apellido y ciudad de procedencia como precaución, para tomar todas las medidas de seguridad posibles. Sin embargo, todos sonríen, a pesar del trayecto que siguen y los riesgos que corren para no perder el rumbo.
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