Si la Mar se seca, Bitácora 23, por Leila Tomaselli
Si la mar se seca
Extracto
Bitácora 23
Bahía de Vizcaya. Miami.
Tenemos el conocimiento innato.
Nuestra alma ha viajado tanto que todo lo ha visto y por eso todo lo reconoce. Anamnesis, reminiscencia, le llama Platón. Una astilla, un chispazo, un pellizco, un barco que pasa lento, dice, es suficiente para que se active la memoria de otro barco, otras bahías, otros cielos que llevamos dentro. Por fortuna la reminiscencia brota como recuerdo que resbala rápido, con un esbozo de vuelo/Como la hoja que acaba de parir la rotativa/Y se acomoda quieto/Debajo de las imágenes que siguen cayendo. (Juan Carlos Onetti).
Rápido y cambiante. Porque únicamente para reconfirmar certezas no valdría la pena escribir -ni siquiera existir-, seríamos una mala novela que se repite al infinito hasta agotarse a sí misma.
Una nueva bahía, espejo de la bahía mediterránea que nos ha albergado por años, es mi nueva casa.
Vive frente al agua. Se ha bautizado a si misma casa de la playa cuando decidió que viviríamos en ella. Imposible resistirse a tanta insistencia. Se había instalado en nuestra cabeza como monólogo musical. Nació un dialogo con un tronco de madera de tamarindo que había caído de viejo por las Filipinas –me informo para apaciguar mi sentido de culpa- que también quería mirar al mar. Y así los muebles, los amigos, la familia.
Todos con aquella nostalgia anamnésica de querer mirar a este mar.
Y descubrir un lugar escondido en el que empezar historias, dejar que la memoria errática navegue por las ciénagas, vaya y venga como las luces de la bahía. Lentas y silenciosas en el cielo que espera la noche, palpitantes unas, detenidas otras, con el secreto propósito de alguna meta oculta.
Aviones de agua, botes de cielo, noches de vientos perdidos que equivocan la memoria.
Hay días en que la luminosidad se empaña, de pronto borra el nacimiento del puente y su muerte al otro extremo y deja adivinar solo la grupa.
Y en esa humedad fermenta la apología de la lentitud para recuperar la reflexión, explorar el silencio, sincronizar mi tiempo con el tiempo de la bahía. Hundirse en la vida, esperar a que aclare sola, aguardando en la sala de espera. Sin prisa. Llega con la sucesión de lluvia y sol.
Oler la fragancia de la vida contemplativa, demorarse en la mecedora lagunar, en el misterio de la sombra y la luz cambiante en lugar de correr de una sensación a la siguiente.
Recuperar el hilo de la narrativa, los viejos amigos y amigos viejos que han gastado otros zapatos, refugiados de todo el mundo, escuchar nuevas historias de exilios, de mareas humanas desplazadas de sus raíces, de llegadas y partidas, nuevas vidas y viejas muertes. Esta vez no son de Cuba.
Que la bahía de Vizcaya, la bahía de la convivencia étnica, de perspectivas tramposas, no nos engañe con la sumisión de sus aguas mansas. Más al sur se libran batallas urgentes, se alumbran días de libertad.
Botellas con mensajes inquietantes no vienen a morir a esta bahía porque la playa con arena como tal está lejos de aquí. Pero vino a nacer hace 100 años el sueño de construir una mansión de invierno que preservara el ecosistema de los manglares que le hospedaban La quiso en la mitad de la selva, (en lo que hoy es Coconut Grove), lejos de las heladas Paris, Chicago, New York, donde Mr. Deering tenía sus negocios. A la bahía, la casa y los jardines italianos anexos les impuso el nombre de Biscaya. De los primeros early birds, talvez, Mr. Deering.
Aconsejado por Mary Brickell, propietaria de aquellos humedales, encargó los asuntos de la construcción a un diseñador neoyorquino con quien partió hacia Europa para conocer los mejores ejemplos de la arquitectura clásica.
Pero la entrega del proyecto, inspirado finalmente en la veneciana Ca’ Rezzonico, que preveía la llegada por mar con sus embarcaderos de estilo serenissimo y sus enormes góndolas en piedra coralina, tardó más de lo debido, aunque el arquitecto Paul Chalfin había empleado más de mil trabajadores en la obra. La culpa de los retrasos la tuvieron los acabados que venían directamente de los países europeos que atravesaban en ese entonces los disturbios de la primera guerra mundial. Las demoras le alargaron la vida a Mr. Deering, a quien la impunidad de la muerte alcanzó poco después de haber estrenado su nueva casa en 1925. (Tour, Pedro Medina León).
Los sucesivos huracanes desquiciaron lo elaborado con cuidado renacentista para convertirlo en museo. Que también es un buen final.
Tenemos el conocimiento innato.
Nuestra alma ha viajado tanto que todo lo ha visto y por eso todo lo reconoce. Anamnesis, reminiscencia, le llama Platón. Una astilla, un chispazo, un pellizco, un barco que pasa lento, dice, es suficiente para que se active la memoria de otro barco, otras bahías, otros cielos que llevamos dentro. Por fortuna la reminiscencia brota como recuerdo que resbala rápido, con un esbozo de vuelo/Como la hoja que acaba de parir la rotativa/Y se acomoda quieto/Debajo de las imágenes que siguen cayendo. (Juan Carlos Onetti).
Rápido y cambiante. Porque únicamente para reconfirmar certezas no valdría la pena escribir -ni siquiera existir-, seríamos una mala novela que se repite al infinito hasta agotarse a sí misma.
Una nueva bahía, espejo de la bahía mediterránea que nos ha albergado por años, es mi nueva casa.
Vive frente al agua. Se ha bautizado a si misma casa de la playa cuando decidió que viviríamos en ella. Imposible resistirse a tanta insistencia. Se había instalado en nuestra cabeza como monólogo musical. Nació un dialogo con un tronco de madera de tamarindo que había caído de viejo por las Filipinas –me informo para apaciguar mi sentido de culpa- que también quería mirar al mar. Y así los muebles, los amigos, la familia.
Todos con aquella nostalgia amnésica de querer mirar a este mar.
Y descubrir un lugar escondido en el que empezar historias, dejar que la memoria errática navegue por las ciénagas, vaya y venga como las luces de la bahía. Lentas y silenciosas en el cielo que espera la noche, palpitantes unas, detenidas otras, con el secreto propósito de alguna meta oculta.
Aviones de agua, botes de cielo, noches de vientos perdidos que equivocan la memoria.
Hay días en que la luminosidad se empaña, de pronto borra el nacimiento del puente y su muerte al otro extremo y deja adivinar solo la grupa.
Y en esa humedad fermenta la apología de la lentitud para recuperar la reflexión, explorar el silencio, sincronizar mi tiempo con el tiempo de la bahía. Hundirse en la vida, esperar a que aclare sola, aguardando en la sala de espera. Sin prisa. Llega con la sucesión de lluvia y sol.
Oler la fragancia de la vida contemplativa, demorarse en la mecedora lagunar, en el misterio de la sombra y la luz cambiante en lugar de correr de una sensación a la siguiente.
Recuperar el hilo de la narrativa, los viejos amigos y amigos viejos que han gastado otros zapatos, refugiados de todo el mundo, escuchar nuevas historias de exilios, de mareas humanas desplazadas de sus raíces, de llegadas y partidas, nuevas vidas y viejas muertes. Esta vez no son de Cuba.
Que la bahía de Vizcaya, la bahía de la convivencia étnica, de perspectivas tramposas, no nos engañe con la sumisión de sus aguas mansas. Más al sur se libran batallas urgentes, se alumbran días de libertad.
Botellas con mensajes inquietantes no vienen a morir a esta bahía porque la playa con arena como tal está lejos de aquí. Pero vino a nacer hace 100 años el sueño de construir una mansión de invierno que preservara el ecosistema de los manglares que le hospedaban La quiso en la mitad de la selva, (en lo que hoy es Coconut Grove), lejos de las heladas Paris, Chicago, New York, donde Mr. Deering tenía sus negocios. A la bahía, la casa y los jardines italianos anexos les impuso el nombre de Biscaya. De los primeros early birds, talvez, Mr. Deering.
Aconsejado por Mary Brickell, propietaria de aquellos humedales, encargó los asuntos de la construcción a un diseñador neoyorquino con quien partió hacia Europa para conocer los mejores ejemplos de la arquitectura clásica.
Pero la entrega del proyecto, inspirado finalmente en la veneciana Ca’ Rezzonico, que preveía la llegada por mar con sus embarcaderos de estilo serenissimo y sus enormes góndolas en piedra coralina, tardó más de lo debido, aunque el arquitecto Paul Chalfin había empleado más de mil trabajadores en la obra. La culpa de los retrasos la tuvieron los acabados que venían directamente de los países europeos que atravesaban en ese entonces los disturbios de la primera guerra mundial. Las demoras le alargaron la vida a Mr. Deering, a quien la impunidad de la muerte alcanzó poco después de haber estrenado su nueva casa en 1925. (Tour, Pedro Medina León).
Los sucesivos huracanes desquiciaron lo elaborado con cuidado renacentista para convertirlo en museo. Que también es un buen final.