Sección “Si la mar se seca, por Leila Tomaselli”
«Si la mar se seca»
Bitácora 15
Delirios trasnochados
Por favor, considéreme usted un sueño. (Kafka)
Por las rendijas de las viejas persianas se cuela una luz fluvial, precursora del amanecer. Con la noche entre el cabello, los octogenarios huesos crujientes y una vaga noción de la realidad, Teresa se levanta apretándose la bata al pecho. Persigue, de puntillas, el hilo de un sueño, guiada por quien sabe cuáles voces internas.
—Hace tiempo no la veo —murmura entre sí.
Con parsimonia, para no espantar el duermevela, Teresa sondea escondrijos, fondos de cajones, estanterías donde puede haber quedado atrapada alguna emoción. ¡Tan quietecita mamá dentro del retrato! —desliza el dedo sobre las fotos tan bien acomodadas para que ninguna soberbia oculte la otra.
Una confusa presencia interrumpe su ritmo simétrico.
— ¡Que haces levantada a esta hora, mujer! — intentando recomponer su propia imagen trasnochada.
— ¡Que susto, hombre!
—Primero se ha escorado el colchón como barco en la tempestad, luego he escuchado pasos y hasta cajones revueltos. ¿Qué haces?
—Miguel, hombre de dios, vuelve a la cama que es de noche aun, hay neblina en tu mente, ¡mira que oscuridad! Y no me estorbes —esto último para sí misma.
—No, hasta que me digas qué es lo que estás buscando —apoyado en el marco de la puerta, inquisitivo.
— ¿Jueguitos desde el amanecer? Miguel, por favor, déjame buscar tranquila. ¡Mira lo que encontré, los catalejos que mamá usaba para ir al teatro!
— ¿Al teatro, ahora?
Reflejándose en sus ojos brumosos, Teresa se acerca entonces, lo coge con amorosa paciencia por un brazo y lo acompaña a la cama, —nunca te enteras de nada Miguel, menos cuando no quiero que te enteres —farfulla entre dientes.
— ¿De qué no me entero?
— La cama sigue caliente, espérame aquí, en unos minutos vuelvo, ¿sí? —y se aleja con su secreto soterrado.
Mientras palabras inconclusas afloran a sus labios, demasiado lentas para la velocidad con la que van brotando los recuerdos, una lucecita perfectamente esférica se posa sobre una mancha añeja de la pared. Parece la luz de una linterna.
Teresa no duda
— Prometo que no te voy a delatar, me creerían loca, y ya de locuras se ha llenado el cupo en esta casa. Nunca has venido a verme…En el tren, ¿recuerdas? como lo vamos a olvidar. Claro, tú vives en otro mundo, no tienes amnesias seniles como Miguel, pero yo…
La lucecita se agita, viaja hasta el interruptor.
— ¡Acompáñame un rato que pronto amanece, estamos solos! La llave… ¿me ayudas a encontrarla? Ya se me había olvidado lo que estaba buscando —en tono bajito —debe ser contagioso lo de Miguel.
Un rumor. Es instintivo. Teresa cubre con su cuerpo la pequeña esfera luminosa que ahora baila enloquecida y sin pudor detrás de ella.
— ¡Otra vez tú, hombre!
—Aun no amanece y tu limpiando…
—No limpio Miguel, he tenido un sueño…para qué te cuento—susurra.
Como dos islas a las que solo une la marea, Teresa y Miguel se miran sin verse, inalcanzables.
A Miguel se le va desdibujando la sonrisa y esboza un aire sonámbulo.
— No sé qué hago aquí en lugar de dormir tranquilo. Siempre me espantas el sueño y luego me desvelo mirando al techo. Con los años te has vuelto desalmada —y arrastra los pies en dirección a la cama tratando de ordenar con la mano libre, que con la otra se apoya a las paredes, lo que queda de una antigua cabellera y con esa organización espera que se organicen también sus ideas que flotan a la deriva.
Afanada y rendida a su ritmo musical interno, que hasta de cuanto a su padre le gustaba Chopin se acuerda, Teresa sigue hurgando, ahora que el amanecer le pone prisas en el cuerpo, hasta en la cocina. Un extraño lugar para esconder una llave, pero la conciencia le impone no dejar lugar sin inspección, por si el sueño traía algún otro mensaje oculto.
Amanece. La lucecita se va esfumando.
—Mujer, ¿sigues ahí? —grita Miguel desde la habitación.
—Ya voy Miguel, ¿está tan fría la cama que me reclamas? —acercándose a pasos resignados, quien sabe si por su propio extravío o por el de Miguel.
— ¿Se murió la lucecita?
— ¿Qué lucecita?
—La que tapabas con tu cuerpo.
Los ojos de Teresa huyen como agua de rio.
—Te fijas en todo tú, Miguel. No será que te haces. No había ninguna lucecita —mientras se sienta en la cama.
— ¿Se puede saber qué te hizo saltar de la cama tan de madrugada?
En el sur de su alma, donde calienta el sol, a pesar de que en el norte demora en salir, Teresa vuelve a encontrar el plácido camino que la une a Miguel hace ya más de 50 años. Cierra los ojos para volver al principio de todo, dejando las palabras dichas y no dichas como partículas de polvo en suspensión.
A Miguel, que ahora se hace un poco el dormido, se le ha empañado la mirada o ¿es la calima mañanera que a estas horas aún no se disipa?
—Soñé con una llave, — en el borde de un resquicio de ajenidad— la llave de una caja fuerte. De jóvenes, hemos visitado todos los bancos de Europa, ¿recuerdas?
— ¿Y quién te dio la llave?
— ¿Otra vez, viejo? Te lo he contado mil veces, mi padre me entregó a escondidas una llave —juntando fragmentos de memoria que no encajan entre sí— ya ni sé.
— Tampoco recuerdo ninguna llave…
—Falta poco —sonríe Teresa, lánguida.
— ¿Para qué?
—Nada viejo, para alcanzar el surrealismo.
Miguel sonríe detrás de su sonrisa, sin saber si se ha despertado o si aún sigue dormido.
Guión novelado, escrito para micro-teatro
Si la mar se seca
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