Miles de centroamericanos huyen a causa de la violencia. Si tratan de llegar a EEUU se encontrarán con la política de “tolerancia cero” de Donald Trump hacia migrantes y solicitantes de asilo. Su fiscal general dice que ser perseguido por una pandilla o ser víctima de violencia machista no son motivos para recibir el estatus de refugiado.
Una mujer hondureña y su hija que huyen de la violencia y la pobreza esperan en la frontera con EEUU tras haberles sido rechazada la entrada. SPENCER PLATT (AFP)
Fuente: https://www.publico.es
Karla (nombre ficticio) no eligió marcharse de Honduras. De hecho, nunca quiso marcharse. Decidieron por ella. Le dieron un ultimátum de 24 horas. “O te marchas o te hacemos picadillo”, le dijeron. Así se las gasta el Barrio 18, junto a la Mara Salvatrucha (MS-13), una de las dos grandes pandillas que opera en Centroamérica desde los años 90 del siglo pasado. Karla, ya a salvo en Ciudad de México, relata que la sentencia de muerte le llegó el 17 de marzo. Vivía en Chamelecon, un sector de San Pedro Sula, la ciudad más violenta de uno de los países más violentos.
El padre de su casera, un tipo de más de 70 años, había intentado abusar de su hija. Ella denunció y el hombre pasó unos días en la cárcel, hasta que fue liberado a causa de su edad. La desgracia para esta joven de 27 años, madre de tres hijos, delgada, con gesto decidido, es que la dueña del apartamento que alquilaba era también “peseta” de la pandilla. Así se denomina a quienes colaboran con la estructura criminal pasando información o advirtiendo de la llegada de gente nueva al barrio.
Ella denunció al abusador ante la policía y la hija del querellado le denunció a ella ante la pandilla. Hay colonias en San Pedro Sula o Tegucigalpa donde la autoridad no la llevan los uniformados. Así que tuvo que escapar. En realidad, ya conocía hasta dónde son capaces de llegar los integrantes del Barrio 18. Según relata, siete años atrás, el 28 de abril de 2011, la pandilla asesinó al padre de sus tres hijos. Se llamaba Luis y tenía 38 años. Trabajaba en una tienda de reparaciones. Estaba obligado a arreglar los móviles robados que le llevaban los mareros. Por si esto no fuese poco, le cobraban el “impuesto de guerra”, la extorsión, una cuota que se paga para que no te maten. En su caso, 500 lempiras semanales (unos 18 euros al cambio actual). En aquel año, el salario mínimo hondureño estaba en 4.368 lempiras (156 euros), así que al mes tenía que pagar algo menos de la mitad de un sueldo base solo para que no le matasen. Finalmente, el dinero no alcanzó. Le metieron cuatro balas en la cabeza.
No hay cifras oficiales de cuánta gente huye de Centroamérica hacia los países del norte
Karla dice saber quién apretó el gatillo porque en las comunidades pequeñas todo se sabe. Sin embargo, ya entonces tuvo que dejar su casa, para moverse siempre dentro de la misma colonia, controlada por el Barrio 18. Si se mudase a una zona en la que impone la ley la MS-13 también sería sospechosa. Las pandillas consideran enemigo a todo aquel que reside en los barrios que controlan sus rivales. Incluso aunque estos sean víctimas directas de la mara. Así es la lógica perversa que opera en muchas colonias de San Pedro Sula, Tegucigalpa o San Salvador.
Karla huyó tras recibir un audio en el que le advertían que si no se marchaba del país le harían picadillo como lo hicieron con el padre de sus hijos. Atravesó México con una maleta en la que llevaba tres mudas para cada hijo y los pocos ahorros que pudo reunir. Tuvo suerte porque el tránsito es terriblemente peligroso para los migrantes. Muchos se quedan por el camino, atrapados por el crimen organizado o por estructuras policiales. Otros son deportados. Muchos desaparecen sin dejar rastro.
Actualmente Karla se encuentra en la Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento de la Mujer Indígena e Inmigrante (Cafemin), en Ciudad de México. Se trata de un albergue regentado por la congregación de las Hermanas Josefinas, pensado para familias y madres solteras. Ha presentado solicitud de asilo, ha recibido una visa temporal humanitaria y confía en que el Estado mexicano la reconozca como refugiada. Ha renunciado a seguir hacia el norte.
“La verdad, sincera, nunca he anhelado llegar a Estados Unidos. No anhelé salir de mi país. Tal vez en un tiempo pensé que ya que estaba aquí podía seguir avanzando. Pero si me quitan a mis hijos me matan”, explica, sentada en la misma sala en la que Soledad Morales, la religiosa a cargo del albergue, le hizo su primera entrevista.
En Honduras, la tasa de asesinatos es de 43,6 homicidios por cada 100.000 habitantes
Esta joven es una de los cientos de centroamericanos que diariamente escapan de un contexto terriblemente violento y huyen hacia el norte. No hay cifras oficiales porque no existe un censo de cuánta gente participa de este éxodo. El Salvador y Guatemala niegan tener un problema dentro de sus fronteras. Recientemente, Honduras ha comenzado a admitir la existencia de un desplazamiento forzoso causado por la violencia.
El año pasado, 3.791 hondureños fueron asesinados, lo que deja una tasa de 43,6 homicidios por cada 100.000 habitantes. El mismo año, en El Salvador fueron 3.964 las víctimas de una muerte violenta, con una tasa de 60 por cada 100.000. En Guatemala, 4.410 personas murieron en a causa de la violencia, con una tasa de 26 por cada 100.000. Aunque el número de asesinatos ha descendido en los últimos años en el Triángulo Norte de Centroamérica, este sigue siendo uno de los lugares del mundo donde más se mata.
Un hombre espera en la frontera con EEUU tras haberles sido rechazada la entrada. SPENCER PLATT (AFP)
Por eso se escapa la gente. Por eso hay jóvenes como Karla que tienen que marcharse, porque la alternativa sería pasar a engrosar la larga lista de víctimas cuyo crimen no se resolverá jamás, ya que la tasa de impunidad en los tres países supera el 90%.
También hay quien marcha por motivos económicos, para dejar atrás la pobreza, pero esa es otra historia, también trágica. El 59% de los guatemaltecos, el 60% de los hondureños y el 34% de los salvadoreños viven por debajo del umbral de la pobreza. Ese es el caldo de cultivo para la migración y también para la violencia.
La principal línea política de Donald Trump es «tolerancia cero» hacia la inmigración
Nada de esto parece preocupar a Donald Trump, presidente de EEUU. Una de sus principales líneas políticas es la “tolerancia cero” hacia la inmigración irregular, donde se encuentran muchos solicitantes de asilo. Uno de sus argumentos es la lucha contra las pandillas. Concretamente, contra la MS-13, a quien incluso mencionó durante su última intervención en el Debate sobre el Estado de la Unión.
De este modo, se produce la delirante paradoja que cierra el paso a las víctimas de las maras argumentando que se está luchando contra ellas. Y todo ello, viniendo del país en el que se crearon estas estructuras criminales. Porque hay que recordar que las pandillas, el Barrio 18 y la MS-13, nacen en EEUU y llegan a Centroamérica tras las deportaciones masivas que siguieron a la firma de los acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996). Ahí, en un contexto de postguerra, con países regados de armas y Estados descompuestos, encontrarían el caldo de cultivo perfecto para desarrollarse y convertirse en las tremendas estructuras que son ahora.
A Karla, en realidad, lo que le preocupa es que sus hijos estén a salvo. Reconoce que las terribles imágenes de menores enjaulados difundidas en junio y los audios de niños aterrorizados tras ser separados de sus padres han servido para disuadirle de su idea de acudir a EEUU. Puede que la administración de Trump tuviese esto en la cabeza cuando se filtraron aquellos vídeos. Porque deportar, se ha deportado siempre. Sin embargo, el actual gobierno estadounidense se ha convertido en el terror de migrantes y solicitantes de asilo. El 22 de junio, el presidente norteamericano firmó una orden por la que ponía fin a la política de separación de familias. Pero esto no implica que las políticas antiinmigración desaparezcan.
Recientemente, el Fiscal General de EEUU, Jeff Sessions, determinó que “una persona puede sufrir amenazas y violencia en un país extranjero por muchas razones relacionadas con las circunstancias sociales, económicas y familiares. Pero el estatuto de asilo no proporciona una solución a esa mala fortuna”. Con estas afirmaciones, lanzaba un mensaje claro a los solicitantes de asilo. “El hecho de que un país tenga problemas de vigilancia efectiva contra ciertos crímenes -como la violencia doméstica o la violencia de pandillas- o que ciertas poblaciones tengan más probabilidades de ser víctimas de esos crímenes, no puede establecer un pedido de asilo”, afirmó.
En los tres últimos años México ha deportado más centroamericanos que EEUU
Este es un mensaje claro para personas que, como Karla, han sufrido el horror en sus países de origen y buscan otra vida en el norte.
Esta política contra migrantes y solicitantes de asilo deja en manos de México resolver una crisis humanitaria que no cesa. En los últimos años, el país azteca ha ejercido de primera barrera. De hecho, en los últimos tres años ha deportado más centroamericanos que Washington. Unas prácticas que se han combinado con una posición supuestamente crítica hacia las políticas del vecino del norte.
Como explica Claudia León, del Servicio Jesuita al Migrante (SJM), “nos asusta, nos espanta lo que ocurre en EEUU, pero en México pasa lo mismo. También se detiene a niños, adolescentes, familias enteras y en condiciones más inhumanas. La diferencia es que en EEUU ser migrante sí es un crimen. En México es falta administrativa, pero se recurre a las mismas prácticas: detención y privación de libertad”.
Otra de las técnicas empleadas por los dirigentes políticos mexicanos es el eufemismo, según denuncia León. “La ley de migración no acepta que se está deteniendo. No es detención, es aseguramiento. No es privación de libertad, es alojamiento”, explica.
México ejerció el papel de primera barrera para la migración hacia EEUU como Marruecos hizo lo propio con quienes llegan desde África subsahariana de camino a Europa. Los líderes mexicanos disfrazaron con el lenguaje sus prácticas como Pedro Sánchez y Emmanuel Macron hablaron de “centros cerrados” por no decir “cárceles”.
La llegada al gobierno de López Obrador puede suponer una esperanza para miles de centroamericanos en éxodo
El problema, sin embargo, no desaparece. Karla confía en que la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) reconozca su estatus de refugiada. Quiere poder trabajar y tener una vida alejada de la violencia. Y eso que México no es una balsa de aceite. En 2017, más de 26.000 mexicanos fueron asesinados. La tasa de 20 homicidios por cada 100.000 habitantes es más baja que en sus vecinos del sur, aunque con tendencia al alza. No obstante, sus números absolutos son aterradores y se parecen más a los de un país en guerra abierta.
Así, como una “guerra”, calificó Felipe Calderón el comienzo de las hostilidades contra el narco, en 2006. Desde entonces, más de 260.000 mexicanos han muerto. Casi nada. La llegada al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, vencedor de las elecciones celebradas el 1 de julio, puede suponer una esperanza para los miles de centroamericanos en éxodo. Se ha comprometido a garantizar los derechos humanos de los migrantes y se apoya en personalidades con mucho bagaje en trabajar con los migrantes, como el padre Alejandro Solalinde, candidato a premio Nobel de la Paz en 2017. Propone acuerdos económicos entre México, EEUU, Canadá y Centroamérica y atajar la miseria que provoca el éxodo. Uno de sus problemas es que tendrá que lidiar con Donald Trump. Y no parece que se pueda confiar en la flexibilidad de un presidente que ha convertido en bandera la política de cerrar la puerta a gente como Karla, una madre de 28 años con tres hijos que tuvo que escapar para que no la matasen en Honduras.