Sección: “Si la mar se seca, Por Leila Tomaselli”
«Si la mar se seca»
Bitácora 10
Catarsis
— ¿Sabes que me decían la italiana de la casa número 3? —se ríe Alejandra.
—Cómo la italiana. ¿A ti? ¿Qué tienes que ver tú con los italianos?
—Así me decían los margariteños, la italiana.
—Chico, pero si yo soy caraqueña, les contestaba.
—Ah, es lo mismo, ¡extranjera pues, navega’! —respondían precipitando la letra.
Así nos llaman los isleños mallorquines, forasters. Extranjeros pues.
Con la luz del mar mallorquín en los ojos, buceo con Alejandra por la savia de Venezuela, conecto con la generosidad de quien comparte un secreto mágico al que no tendría acceso por mis propias raíces, aéreas como tentáculos de orquídea en busca de arraigo.
De esas personas que cierra los ojos cuando abraza.
Por Alejandra, artista de la fabulación teatral, alcanzo a tocar la esencia verdosa de los pueblos del golfo de Cariaco.
Entre Cumaná y Cariaco está Marigüitar, donde vivía, dicen, un joven y lánguido pescador andaluz que echaba a la mar nocturna su piragua sin más que su guitarra, sus arreos de pesca y, claro, el habla recortada para economía del aliento. Embelesada por el canto, cuentan que desde las aguas respondía a sus notas una risa clara de mujer. Sirena o india caribe, imposible saber. Entre coqueteos risueños y enamoramientos de las medianoches, quiso ponerse el nombre de Mari-güitar para nunca olvidar Andalucía.
Marigüitar tiene carretera, buena pesca y buenas gentes. Aquí, Don Alejandro, en busca del mejor atracadero para la pesca de sardinas, que Margarita ha sido descartada por problemas de agua y otros asuntos trascendentes, se asocia con una cooperativa de productos del mar ya existente para expandirla y traer progreso al pueblo.
Pero el pueblo, al que Don Alejandro no pertenece por ninguna de las vertientes familiares, tiene un cacique receloso que lo invita a caerse a machetazos, el que gane se quedará con el negocio.
El cacique nunca llega a la cita del duelo.
Ha amanecido muerto, nadie sabe de qué o por qué.
Muerto. Cadáver. De golpe. Y mira que hasta ayer estaba perfecto de salud el condenao.
—Y papá se lleva la gloria sin haber movido ni un dedo ni un machete —exulta Alejandra.
De ahora en adelante Don Alejandro es el aclamado nuevo cacique del pueblo y en su honor se celebran sus llegadas al pueblo y se lamentan sus partidas durante largos días de duelo, éste con lágrimas. En la fábrica de productos del mar trabaja todo un pueblo feliz, la casa colonial adyacente se llena de familia, las cocinas rebosan actividad.
—No lo podía creer, tenía 10 años cuando por primera vez papá me llevó ahí de vacaciones. La enorme casona colonial tenía muchos salones, trenzadas uno dentro de otro, dos únicos dormitorios en la inmensidad de aquella extensión, corredores llenos de hamacas, mesones hinchados de manjares y suelos saturados de gaveras de ron y otras bebidas menores. Se arrimaban a la casona las ramas de los árboles de ciruela de huesito, la frutilla deliciosa que con su nombre y el vasito de plástico, donde se ofrece, transporta a la infancia caraqueña. Un olor dulzón tan suyo, con un inexplicable dejo a miel y flores. (Porque Alejandra es chef y sus descripciones son eso, de chef).
Música, bailes, festejos, pancartas.
—Me tomaban en brazos, me arropaban, por lo menos 50 personas se turnaban en el carrusel de mi visual, todos cuidaban de la hija de Don Alejandro como si fuera la propia.
En el pueblo resonaban los Alejandros y Martines, por mi hermano y Margots por mamá, los hijos y los hijos de los hijos eran nombrados con los nombres de mi familia, por puro cariño y agradecimiento, por traer la abundancia y el trabajo seguro a esas latitudes.
—Si yo mañana desaparezco, ¿qué te dejo, hija?
—Sentados en la tapia, con los pies descalzos colgados sobre el mar frente a las palmeras de Araya, cómo puedo saber que ésta será la última vez que veo a papi. Tampoco sé qué responder.
— ¿Te gusta la gente? ¿La miras a los ojos, te importa?
—Si papi. Me importa, me importa mucho.
—Si te dejo eso entonces, el amor por las personas, me considero satisfecho.
Don Alejandro tiene un accidente a los pocos días.
Unas cinco décadas más tarde, Alejandra de una sola patria y su hermana Beatriz se enrumban por tierra hacia Marigüitar para dispersar en el mar de Cariaco las cenizas de sus padres, así lo querrían ellos.
A la expedición se unen los hijos de Beatriz, porque no van a andar solitas las dos hermanas por los caminos de Dios hasta lo último de Venezuela.
—Por la vía, especialmente después de Puerto la Cruz, —abre grande los ojos Alejandra, —todo sigue igualito, misma carretera, mismo puesto de venta de jojoto, mismo olor ahumado, mismo derrumbe en el mismo lugar, mismos niños vendiendo merey crudo. Y se desparraman entre las palabras el color dorado del jojoto, la sonrisa de los niños con las bolsitas de merey en mano. O serán otros, aquellos habrán crecido. Pero Marigüitar de los amores andaluces es ahora una perla brillante entre el merdé (que ahora Alejandra, aunque de una sola patria, asume palabras en mallorquín, las que le gustan y suenan a rebeldía) de pueblos abandonados. Nos reciben en la casona de siempre que sigue procesando productos del mar.
—Una regresión a mi niñez. Emoción de sentirme abrazada por las hijas de quienes nos habían abrazado de pequeñas, ¡Mi mamá trabajó con Doña Margot, mi niña Alejandra! estarás cansada… en ese oriental atropellado y frenético de energía arropadora sólo destaca la palabra sopita.
—Buscamos a Goyito, el pescador de nuestra infancia, —sigue Alejandra, con el gusto del relato, —el pueblo entero se estremece con el griterío, ¡Goyito! ¡Goyito, te buscan! La larga mirada ahora empañada de Goyito sigue vigilando el mar desde su casa en lo alto del cerro. Y es alegría súbita de antiguas confianzas y cabello blanco, ¿cómo ‘tas chico? Con su hijo nos lleva en su peñerito hasta altamar. Mientras liberamos las cenizas de papi y mami, dos muchachos a bordo de otro peñero nos saludan de lejos y yo siento en ese gesto que esto es lo que yo soy, este es mi hogar. Y mi hogar viaja conmigo, adonde yo vaya.
Alejandra hace tequeños en Mallorca con manos frenéticas como el habla margariteña, no se nos vaya a olvidar la patria. Y hundimos los dedos en la patria con la emoción de los exilados. A ella no se le puede olvidar porque le corre en las venas. Una sola.
Yo soy dual. O no. A estas horas de la travesía, cuando el sol se va poniendo, ha nacido una nueva Ítaca, la isla interior hecha de chaguaramos altísimos y aguas mediterráneas, de sazón mozárabe y sabor criollo. De virgencitas del valle y macarenas, una identidad de muchos mantos.
In memoriam.
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