Si un partido político _por estructurado y poderoso que sea_ está desgastado ante el electorado ¿qué mejor que escoger un “candidato ciudadano” y postularle para presidente?
Esa fue la estrategia del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI) cuando optó por José Antonio Meade _un tecnócrata sin afiliación política y cinco veces secretario con gobiernos de distinto color_ como candidato para suceder a Enrique Peña Nieto, el mandatario que cuenta con los peores índices de popularidad desde que se tiene registro en México y ha visto crecer la violencia y los casos de corrupción durante su administración.
Sin embargo, algo falló.
Este abogado y economista de 49 años, doctorado en la Universidad de Yale y que, según sus colaboradores, lleva el servicio público en su ADN, se mantiene tercero en la gran mayoría de las encuestas y no ha podido vencer el rechazo social a un PRI que el próximo 1 de julio podría registrar el peor resultado electoral de su historia.
“Deseosos de mantener el poder, el PRI tomó una decisión estratégica y aunque el diagnóstico fue el adecuado hubo un error”, dice Luis Miguel Pérez Juárez, director de la Escuela de Política Pública y Gobierno de la universidad privada Tecnológico de Monterrey. En su opinión, se sobreestimó la imagen de Meade, que tenía pocos apoyos en la estructura y entre los pesos pesados del partido y, además, era un desconocido para las bases y el público en general.
Hijo de un reconocido priísta y de una educadora cuya familia estaba enraizada en el derechista Partido de Acción Nacional (PAN), este capitalino se ha codeado con la cúpula gobernante mexicano durante toda su vida.
Con el presidente panista Felipe Calderón (2006-2012) fue secretario de Energía y luego de Hacienda _dos de las áreas en las que tiene mayor experiencia_ y al llegar Peña Nieto al poder en 2012 fue el único secretario que se quedó en el gabinete.
Su primer puesto con el actual mandatario fue el de canciller _en este cargo recibió en el verano de 2015 al entonces candidato republicano Donald Trump en su polémica visita a México_ pero su nombre no empezó a sonar como presidenciable sino hasta después, cuando Peña Nieto lo mandó a la Secretaría de Desarrollo Social. Este departamento está tradicionalmente vinculado al despegue electoral de un político porque su titular recorre el país y se da baños de masas entregando programas sociales, una de las prácticas más criticadas del priísmo _aunque copiadas por otros partidos_ porque “corrompe al pueblo a través del paternalismo”, en palabras del político independiente Manuel Clouthier.
Según Vanessa Rubio, una de sus más cercanas colaboradoras desde hace años, Meade nunca estuvo obsesionado por lograr la candidatura presidencial pero una vez elegido dejó la Secretaría de Hacienda _a la que había regresado en 2016_ y asumió la transformación de un partido del que siempre se dijo simpatizante pero que pasa por momentos complicados, al grado de que cambió a su presidente en plena campaña.
Nadie duda de su capacidad ejecutiva y una de sus habilidades es el trabajo en equipo, dice Rubio. “Trae el tablero en la cabeza con todas sus variables, lo pone frente al equipo y se toman las decisiones”, agrega.
Los que le conocen en las distancias cortas aseguran que es un hombre sencillo y humano. Sin embargo, Meade carece de carisma. En público no muestra la seguridad en sí mismo que irradia en privado y se pasó la primera parte de la campaña en constante autoafirmación al repetir insistentemente su nombre o utilizar como lema de campaña el hashtag #yomero.
Consciente de ello y ante la apabullante personalidad del favorito, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador, Meade ha insistido en que el 1 de julio los mexicanos deben votar con la cabeza y no con el corazón. “Te pido tu voto libre, útil, consciente y razonado”, reitera. “Estamos a tiempo de transformar este gran país. Te pueden prometer la luna pero no te la pueden bajar (…) yo sí te voy a cumplir”.
El candidato oficialista ha reconocido los problemas de corrupción, impunidad y violencia que tiene México y propone ajustes pero sin criticar a la actual administración y defendiendo las mismas políticas en seguridad, que los militares sigan en las calles, o en educación, donde apoya la polémica reforma llevada a cabo por Peña Nieto y asegura que elevará los salarios de los buenos maestros para que el nivel educativo aumente. También ha insistido en mejorar los hospitales públicos y los programas sociales.
La principal bandera de Meade ha sido la honestidad e hizo públicas sus declaraciones patrimoniales, pero los escándalos de funcionarios priístas le lastran y varias investigaciones periodísticas le acusan de haber conocido casos de corrupción y no haber actuado contra ellos.
A mitad de la campaña, y en un intento por remontar en las encuestas, su estilo cambió.
“Al principio era muy técnico y en el fondo, aunque suene cínico, el mexicano no quiere escuchar propuestas, le gusta más el espectáculo” explica el analista Pérez Juárez.
De ahí que a partir del segundo debate Meade optara por un lenguaje más coloquial _»somos los más chingones”, repetía_ y por los ataques directos a sus contrincantes, arremetiendo sobre todo contra la propuesta de amnistía de López Obrador y llamando al conservador Ricardo Anaya, el candidato de la coalición de izquierda y derecha que ocupa el segundo lugar en las encuestas, “vulgar ladrón” por supuestos casos de corrupción.
Con el viraje en la campaña ganó titulares, pero los números siguieron sin favorecerlo. No obstante, el seno del partido insisten en que sus cifras son otras. Rubio asegura que Meade está en segundo lugar y a unos diez puntos de López Obrador, con lo que la victoria, a su juicio, todavía es posible.
“Se juegan los 90 minutos en la cancha”, reitera el aspirante a presidente. “Vamos a acabar ganando”.
Más allá de la figura del candidato, el fantasma del fraude persiste porque el pasado hegemónico del PRI, los altos niveles de violencia electoral y las denuncias de compra de votos y prácticas desleales siguen enquistadas en el subconsciente mexicano.
Para el analista Pérez Juárez hay dos elementos que podrían dar sorpresas. Por un lado, el “voto oculto o vergonzante”, que no está registrado en los sondeos porque es de gente que no contesta o miente y que en un 80% iría al PRI. Por otro, que este partido tiene la mayor y más disciplinada estructura de base del país: más de 5,5 millones de militantes que se activarán el 1 de julio.
Además, tiene como aliados a dos grupos que se caracterizan más por su capacidad de movilización de votantes que por su ideología: el Partido Verde, supuestos ecologistas que abogan por la pena de muerte y cuyas prácticas para captar votos han sido cuestionadas; y Nueva Alianza, un partido vinculado al sindicato de maestros.
El principal efecto de todo esto es que “a menor participación, más posibilidades tiene el PRI porque sus votantes no se abstienen”, explica el académico.
No obstante, el investigador del Tecnológico de Monterrey cree que la tendencia está clara y si ocurriera algún vuelco “nadie lo creería”.
“No todos somos iguales”, subraya Meade, el supersecretario al que le tocó jugar con el equipo más poderoso la peor de las partidas.
El candidato presidencial José Antonio Meade, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), al final de su mitin de campaña en Ciudad de México, el domingo 24 de junio de 2018. Los cuatro candidatos presidenciales realizaron su último fin de semana de campaña antes de las elecciones del 1 de julio. Marco Ugarte AP Foto