Sección “Storytelling a la carta por Luisa Himiob” – El Tresillo
3 a.m., insomnio, mientras espero que regrese el sueño aparece esta historia…
El Tresillo
El escritor reunió las páginas que salieron disparadas desde las entrañas de una impresora cuya finalidad era dar fe del último capítulo de su primera novela. Debía entregar el texto a la casa editorial antes de finalizar el mes y por eso, huyendo de las continuas interrupciones a su trabajo, alquiló una modesta casa en un pueblo a tres horas de la capital. Dos veces al día recorría sus estrechas calles en busca de la inspiración que no llegaba. De regreso a su casa siempre pasaba un local abandonado, un letrero torcido y oxidado rezaba Café El Tresillo. A través de las vitrinas ennegrecidas por el tiempo y falta de limpieza podía verse un piano cuarto de cola como único mobiliario. En sus manos un extraño relato, en nada relacionado con su novela, cobraba vida…
“Las notas del Concierto No. 2 en C Menor para piano de Rachmaninov se mezclaban con el aroma del pan recién horneado. Agustina se había levantado con bríos y sin más preludio que un escueto “buenos días” para Carlitos quien ordenaba las bandejas de baguettes y panecillos dulces, levantó la tapa del piano cuarto de cola atacando las teclas con furia.
Los habitués de la Panadería El Tresillo se sorprendieron pues estaban acostumbrados a una representación más acorde con tan tempranas horas de la mañana. Pero, bueno,-se decían- poco importa lo discordante que resultan los crescendos de la pieza. Todo se le permite a la bella Agustina, a quien habían nombrado el hada madrina del pueblo. Con su música sanaba los dolores, los duelos y las preocupaciones del cotidiano vivir, y también acompañaba los momentos de alegría y celebración.
Unos y otros le contaban sus cuitas y después de escucharlos, les regalaba la música que ella consideraba más conveniente a sus dolencias. Salían de la panadería con el mismo problema a cuestas pero con el alma ligera.
Era un pueblo pequeño donde todos se conocían. Seguía su inexorable camino hacia la vejez y soledad a medida que los hijos buscaban futuro en las ciudades cercanas. Agustina también había soñado con un gran destino como concertista de reconocimiento internacional. Mas otro destino se interpuso. La instalación del piano en la panadería se debió al retorno de su hermano y su familia al pueblo para encargarse del negocio, luego de la repentina muerte del padre. Evidentemente, el piano tenía que salir de la casa paterna. Agustina sentía truncadas sus ambiciones y amarrada a éste su público, más devotos que público. De esto hacía ya seis años y los clientes la habían acompañado en su evolución musical con una mezcla de asombro y orgullo.
Agustina no recuerda en qué momento la clientela habitual pasó de una admiración pasiva a la exigencia de un retorno sanador, estableciendo entre ellos un extraño vínculo emocional. Pasaban por la panadería tuvieran o no “consulta” con ella. Ya a nadie le extrañaba la incongruente presencia de este piano que ocupaba una buena parte del negocio, desplazando las únicas ocho mesas hacia un rincón de la habitación, sin que esto suscitara en su público la más mínima queja. La música parecía envolver en un mágico manto a todo el que se detenía a tomar un cafecito…y como aquí lo que sobraba era tiempo, Agustina nunca había sufrido la decepción de tocar ante una “sala” vacía.
Los presentes tomaban su café en silencio. A diferencia de su semblante generalmente tan abierto y gentil, hoy tenía Agustina aspecto de pocos amigos. Lo que no podían saber es que nuevamente había soñado con el endemoniado duende que la perseguía desde hace meses y que la dejaba de muy mal talante. Éste, con una actitud de Pepe Grillo miraba el gran reloj de cadena que colgaba del bolsillo superior de su pequeña chaqueta roja y verde. Su enfado era evidente y cada vez mayor, y Agustina sabía que le reclamaba su falta de decisión para presentarse a los concursos que tres o cuatro veces al año ofrecían al ganador becas para las instituciones musicales más prestigiosas del país.
Agustina terminó de tocar y sus ojos se posaron en el único extraño del lugar: un hombrecito sentado solo en una esquina y que guardaba un extraordinario parecido con el duende de sus sueños. ¡Qué contratiempo, solo esto le faltaba! Con una mirada que a Agustina se le hizo bastante impertinente, este extraño, salido de la nada, la conminaba a presentarse ante él de inmediato.
-¿Eres quien pienso que eres?
El sujeto apenas hizo un gesto de afirmación, -¿no te sientas? Me parece que tenemos una conversación pendiente desde hace mucho tiempo.
-¿Ah, sí? ¿te parece?
El extraño sonrió y procedió a agitar sus brazos en gesto de abrazar el espacio delante de él mientras iba dejando una estela de puntos brillantes que parecían salir de la punta de sus dedos.
-Cómo quieras. Mira a tu alrededor. Verás que todos han quedado suspendidos en el tiempo, hasta que tú decidas lo contrario. Yo puedo estar aquí indefinidamente pues no necesito comer ni dormir. ¿Puedes tú decir lo mismo?
Como era de suponer se enzarzaron en un toma y dame, cuyo contenido no se puede repetir ya que el intercambio entre el duende y Agustina era un asunto privado. De esa conversa solo se supo que el duende salió satisfecho de la misma, la panadería volvió a la vida y Agustina se encontró ante una silla vacía, con decisiones por tomar de naturaleza inaplazable.
El hombre miró las dos hojas con el ceño fruncido y soltó un enorme suspiro. De nuevo se le escapaba el final de una historia. Malhumorado cogió la calle y al pasar por el local abandonado notó, por primera vez, una placa apoyada en la esquina inferior derecha de la vitrina. ¿De dónde había salido? ¿Quién la había colocado allí? En una letra de trazo amplio y redondo decía:
“Si queréis saber qué fue de Agustina, preguntad a vuestro duende.”
Fotografía: Soraya Teruel
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