Sección “Si la mar se seca” por Leila Tomaselli
«Si la mar se seca»
Bitácora 4
La vida íntima de los jardines
Eventualmente el viajero necesita descansar de la travesía y alejarse de la mar para atender la urgencia de contar un jardín.
El arte y la literatura son lugares de resistencia
a la sobreabundancia de lo idéntico.
(Miguel Ángel Hernández)
Y los jardines.
Los jardines no son solo jardines.
Son refugios literarios, majestuosos vergeles a los que se asoma la familia judía de los Finzi Contini, haciendo vida apartada y aparentemente inmune a las leyes raciales.
Son abrigo de los sueños, de los secretos, de los asombros y del barón rampante Cosimo di Rondó, quien, retirado a vivir de por vida sobre un árbol del enorme jardín familiar, disfruta de la estación de los amores y de los celos, de la cacería, de los piratas y de los saltos de rama en rama para alcanzar el jardín comunicante de su amada.
Hay jardines de los que solo interesa la velocidad. Estos jardines están hechos del incomprensible aire de la adolescencia, de un olor que procede de no se sabe dónde, pero una vez cumplidos los diecisiete, atravesado el himen de la pubertad, todo adquiere una velocidad inquietante. (Eloy Tizón)
Algunos jardines nunca llegan a ser jardines, como el de Sarah que ha tomado prestado de la biblioteca del barrio de Queens un manual de jardinería aunque no tenga ni jardín ni espacio para tener uno. Ni siquiera una flor. (Daniel Monedero)
Y hay jardines que son reflejo, como el de Hervé Joncour.
Hervé Joncour, para vivir, atraviesa el mundo vendiendo y comprando gusanos de seda.
Enviuda, se cansa de viajar.
Adquiere mucha tierra en el sur de Francia y diseña un parque en el que pasear será leve y silencioso.
Lo imagina invisible como el fin del mundo.
Pero lleva algo encima, una pequeña infelicidad. Muere de nostalgia por algo que nunca vivirá, un amor hecho del roce de la seda, una marca de labios japoneses en el borde de una taza, el retorno de los pájaros azules.
Hervé Joncour, sin más necesidad que llevar una vida diáfana, baja ahora hasta el lago que permanece inmóvil en las jornadas de viento y percibe, dibujado sobre la superficie del agua, el inexplicable espectáculo que ha sido su vida.
Únicamente la liturgia de las rutinas le ampara de la infelicidad. (A. Baricco)
Jardines con zumbido en el aire, selváticos y olorosos a azahares como los que habitaron la infancia de mi padre. En ellos se perdía para volver con las piernas arañadas de espinas de morera, las manos cargadas de túrgidas tunas (tendría su estrategia, por las espinas, digo) y un enamoramiento en la mirada.
Parques razonados por las ciudades, que son de todos y no son de nadie, cuyos asientos los viejos limpian con cuidado antes de sentarse y liberar su voz absorta y andariega que cuenta mil historias. Al lado, una pareja de estudiantes ocupa un solo lugar.
Las flores tampoco son solo flores.
Los tulipanes se curvan hacia la luz con tal intensidad que resulta casi molesta y se tiene la sensación de sorprender un secreto, de ver lo que está prohibido ver.
Se dejan sorprender, por la mañana temprano, las rosas en paños menores, marcadas por las arrugas del sueño, se abren, manchadas de color, cuando el agua se les sube a la cabeza. Comparten el agua pero no el mismo destino, aunque sí la risa. Una de ellas tiene, a diferencia de las otras, la cabeza muy inclinada hacia abajo como por el golpe de una mala noticia. Parece que sus vecinas no han oído lo mismo. (Christian Bobin)
La belleza es curativa.
Incluso la domada. Es réplica miniaturizada del jardín del alma que vive en la memoria colectiva, en el que salvarse de la infelicidad o asistir a milagros cotidianos, pequeñas catástrofes e instantes de epifanías.
Y luego hay un jardín, el típico jardín que habita el Mediterráneo, tan típico que más alla sería ya un exceso y no sería ni mediterráneo sino metafísico.
No tiene más historia que su propia historia de haber sido un suelo balear domesticado de su rusticidad y pedregosidad con plantas mediterráneas, volúmenes de trazo ibicenco, piscina de minimalismo mediterráneo, muritos de piedra local levantados al seco, como enseñaron los árabes, y una pérgola alojada sobre troncos de pinos derribados por un bicho maligno.
La línea del paisaje y la geometría de las lajas de piedra que indican el camino han sido trazadas para que fueran leves y silenciosas, como el jardín de Hervé Joncour, y albergaran complicidades, secreteos y añoranzas que nacerían entre los habitantes vegetales y las libélulas, todas llenas de vuelo y transparencia, con las que se codearían.
Al visitante le rozan las ramas que deliran descontroladas apuntando al cielo por un golpe de fogosidad, como olas locas de un mar ventoso. Le alcanza el aroma que las flores desprenden por coquetería. Le arañan las espigas a la defensiva como lanzas de bayoneta. Le susurra, inclinándose, los desahogos, los desacuerdos, las borracheras de sol, las añoranzas de sombra, la somnolencia de la primera hora de la tarde, el cónclave de emociones que abruma las plantas, tan disciplinadas que provoca despeinarles la cabellera, cuando no se desmelenan solas las rebeldes, las aventureras, las elocuentes, las huérfanas, las indefensas, las estremecidas. Y el césped espabila.
El secreto del jardín, donde la lluvia sisea a gusto -y cuando en el jardín llueve, yo también lluevo-, elude la luz del día. Hace falta esperar la oscuridad para escuchar crecer la brizna de hierba. Entonces el jardín nos observa asomándose a la casa, preguntando perplejo por sus habitantes mientras extiende su diálogo polifónico al jardín vecino pasándose el secreto de jardín a jardín, hasta las colinas.
Con la complicidad de los gatos, sospecho.
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