Goliath 1 – David 0 Por: Mercedes Lanza Avilés
Goliath 1 – David 0
Por Mercedes Lanza Avilés
La historia de Rafael M., me ha perseguido por muchos años. Lo conocí en la Unidad Educativa Nacional “Francisco Tosta García” de Charallave. El pueblo de Juan Primito hacía su transición a ciudad – dormitorio. Contaba con una pequeña central telefónica a la que acudíamos los caraqueños, recién llegados, para comunicarnos con nuestros familiares, que se habían quedado preocupados porque nos habíamos alejado mucho de la capital.
Rafael estudiaba primer año de bachillerato. Era moreno, de frente ancha y pronunciada, con una cicatriz, de una herida mal curada; ojos pequeños y brillantes. Para sus 13 años, era muy delgado y de poca estatura. La desnutrición no perdona, ni puede ser perdonada en un país petrolero, que siempre ha hecho alarde de la riqueza del subsuelo. Eran tiempos en los que, supuestamente, a los niños los alimentaban con Perrarina. A diferencia de hoy, que se comen a los perros.
Cuando Rafael no estaba en clases, iba a la estación de gasolina ubicada en la subida de Tazón, en Caracas. Allí lo encontré en una oportunidad, llevaba como herramientas de trabajo, un atomizador y un haragán pequeño; y ofrecía sus servicios, como “limpiador de parabrisas”. Con aquella sonrisota franca y amistosa, que lo caracterizaba, le decía a los potenciales clientes: “Le limpio el vidrio, señora”. Se me acercó y me saludó con un: “Hola profe, ¿Se acuerda de mí?, Usted me da clases en el Tosta”. Le respondí el saludo y cuando le pregunté por lo obvio, me respondió: “Profe, tengo que trabajar, porque la cosa está muy mala”. Algunos sábados y domingos vendía bolsas plásticas en el mercado municipal. Pasaba gran parte del día fuera de su casa, sin control materno.
Lo que más llamaba la atención, al conocerlo, era su mirada vivaz, la alegría y el orgullo, que expresaba cuando decía que trabajaba para ayudar a su mamá. Le daba un gran valor al trabajo y a la honestidad. Principios que con seguridad había hecho propios, a pesar del precario entorno que lo acompañó desde su concepción.
A partir del encuentro en la gasolinera, comenzó a frecuentar mi salón o se quedaba un rato después de la clase y conversaba conmigo. Me contó que no sabía el paradero de su padre. Tal vez fue un “preñador de oficio”, esos que después de dejar su semilla, no vuelven a ocuparse de los hijos, reproduciendo una y otra vez la pobreza. Los hijos abandonados, sí logran superar la adolescencia, repiten las conductas de sus progenitores, y se convierten en una nueva camada de padres irresponsables.
En una oportunidad, a la salida de clases, se escuchó una algarabía en el pasillo de la planta baja del liceo, cerca de la cantina escolar. Un grupo de púberes cazadores, prestos a saltar sobre su presa, habían arrinconado a un compañero haciéndolo blanco de sus burlas. Nada extraño en la conducta de los adolescentes, de todos los tiempos y generaciones. Rafael era la víctima del escarnio, en sus ojos había miedo. Pero era la rabia la que le hacía permanecer en el lugar, sin derramar una lágrima. Tenía la mano derecha cubierta con la correa y con la hebilla hacía afuera, mientras retaba a los compañeros a que se acercaran. Los profesores intervinieron para detener el ataque. Como una fiera acorralada y resoplando de la ira, explicaba que se estaban metiendo con él porque sus medias eran de distinto color, no estaban parejas. Uno de los acosadores replicó con sorna que olía a orine. La verdad dicha por los chicos es cruda y de una brutalidad devastadora. Era un acoso primitivo, sin el auxilio de las redes sociales, pero acoso al fin, capaz de escocer hasta el alma. Para zanjar la cuestión, se me ocurrió advertirles a los abusadores que no se volvieran a meter con el muchacho, porque era mi ahijado. La mentira funcionó. Hoy ante una amenaza de esa naturaleza, cualquiera te saca una pistola.
Después del enojoso momento, Rafael no volvió a ser molestado, y se consideró unido a mí, cómplices en un madrinazgo que lo protegía, cada vez que me veía me pedía la bendición. Fue asumido como mi amadrinado por toda la institución. A medida que pasaban los años y llegaba la madurez, los compañeros comenzaron a aceptarlo, llegando inclusive a apoyarlo en sus necesidades. También los docentes, secretarias y, algunos obreros, le tendían la mano. Le brindaban el desayuno y almorzaba en el comedor del plantel. Tenía así garantizadas dos comidas diarias, más de una vez le vieron guardar comida para llevar a su casa.
Como el muchacho era de buen comportamiento, la madre iba pocas veces al liceo. Los docentes saben, por experiencia, que un porcentaje considerable de padres y representantes tienen la escuela como depósito de los hijos, a donde sólo se va cuando son citados. La señora María, tenía 4 hijos, en tres hombres. Una hembra y tres varones. Como tantas otras, siempre detrás del hombre que la representara, sin poder brindar amor y protección a toda la cría. Atrapadas en una tela de araña de miseria, de la que creen imposible salir, sin tener al lado una figura masculina. Cada uno de los intentos fallidos de resolver su vida, había dejado profundas cicatrices psicológicas y emocionales en el hijo. Uno de ellos le había quemado las manos por robarle un real.
De acuerdo con los especialistas en Psicología Infantil, el mayor dolor que puede sufrir un niño es la privación del amor de su madre. La falta de este amor y afecto pueden llegar a causar retrasos en su desarrollo, y efectos en la formación de su personalidad. El doctor Adrián Vander Veer, en su libro “El niño indeseado” dice que el rechazo de la madre se puede considerar como la causa de la mayoría de todos los tipos y casos de neurosis o problemas de conducta estudiada en los niños.
El tiempo transcurrió y Rafael, con mucho esfuerzo, logró llegar hasta cuarto año de bachillerato, con un rendimiento académico promedio. Por la ausencia del apoyo familiar, podría ser considerado como un estudiante exitoso. Sin embargo, las necesidades personales y del hogar crecieron exponencialmente con su edad cronológica. Por esta razón se vio obligado a dejar los estudios regulares y pasarse al turno de la noche. Ya no tenía garantía de aplacar el hambre. El sistema de educación por parasistema, que se ofrece en horario nocturno, puede ser una oportunidad para quienes necesiten trabajar en el día, siempre y cuando tengan la madurez y el apoyo familiar; de lo contrario, el estudiante queda expuesto al peligro.
Después del cambio de horario, pasaba con alguna frecuencia por el liceo diurno, las visitas se fueron espaciando cada vez más. Toda “la moral y luces” acumuladas en el “Francisco Tosta García”, no fueron suficientes para salvar a este pequeño David de los zarpazos que estaba por darle el destino, ese brutal Goliath que con la mayor saña se había cebado con él.
En un pueblo no hay anonimato, y como ambos liceos funcionaban en el mismo edificio, las noticias sobre Rafael llegaban de manera constante. Comenzó a faltar a clases hasta dejar en forma definitiva los estudios. Alguien comentó que lo habían hospitalizado por una crisis nerviosa. Luego se supo que estaba consumiendo drogas. Lo internaban, lo alimentaban, mejoraba. Le daban de alta y volvía a recaer.
Un día se presentó con un short y sin camisa, buscando a su madrina, dijo mi nombre y llegó hasta mi salón. Detuve la clase para atenderlo porque no se iría sin hablar conmigo. Olía a indigencia, y se había apagado su mirada vivaz, en sus ojos sólo había desesperación. Estaba lleno de esperma de vela y empantanado. La conducta delataba que estaba bajo la influencia de alguna droga, quizá crack. La cara huesuda y demacrada. Gritaba y de pronto bajaba la voz, lloraba, lucía inestable en extremo. Repetía una y otra vez que era malo, que Dios lo iba a castigar, que venía de la Iglesia donde había ido a pedir perdón por lo que había hecho. Después de descargar su conciencia y contar su falta, se fue calmando y se retiró del liceo sin más escándalo. El hacinamiento, la miseria y las drogas son mezclas perversas. El producto de sus remordimientos había que buscarlo puertas adentro del rancho.
En su última visita al “Francisco Tosta García”, llegó antes de las siete de la mañana, totalmente descontrolado. Ya no quedaban sus compañeros de clases. Nuevos alumnos, nuevos acosadores, que no veían en él a un tostista, sino a un loco de la calle. Llevaba una hoja garabateada por él mismo, que pretendía ser una planilla para ingresar a la imaginaria Escuela de Policía Criminalística y Criminológica, todo escrito con bolígrafo de color azul, incluido un recuadro con trazos temblorosos, donde iría colocada la fotografía del aspirante. Esperaba mi llegada para que firmara la planilla como un aval para su ingreso en la supuesta institución policial. Caminaba de un lado a otro. Con mucha dificultad, lograron retirarlo del liceo, no sin antes obtener la firma de la planilla.
A partir de entonces, no le permitieron el ingreso a la institución. Deambulaba por el pueblo en harapos y con una mirada demencial. Se tornó agresivo y peligroso. Lo vi por última vez, en la calle, golpeaba con un palo, la carrocería del automóvil que estaba delante del mío. No me reconoció. Peleaba a gritos con un enemigo imaginario.
Rafael se enfrentó, dando lo mejor de sí, al monstruo del desamor. Y en un cambio de roles antinatural, protegió a quien por instinto debía defenderlo con uñas y dientes; incluso a expensas de su propia vida.
Un día llegó la noticia de que había sido internado en el Hospital Psiquiátrico de Lídice, pero que estaba mejorando. Pocos meses después fuimos informados de que Rafael, en un descuido de las enfermeras se había lanzado del segundo piso del hospital y se había matado. Presupuesto escaso, poco personal y mucho demente anónimo. No había posibilidad de dar el salto hacia la cordura. Murió antes de cumplir 25 años. No sólo las drogas acabaron con su vida, el monstruo tenía múltiples cabezas: María, padrastros, hambre, desamor, culpa, miseria, hacinamiento, la calle y muchas más. El contubernio macabro entre la Hidra y las Moiras, logró vencer la voluntad de Rafael hasta doblegarlo. No imagino cuáles fueron los últimos pensamientos que pasaron por su mente. Posiblemente abrazó el vacío como única forma de dar descanso a su espíritu atormentado.
mj_lanza@yahoo.com