Cuando la muerte te echa más de una vaina seria, con el tiempo no queda ni la tumba ni la cruz.
Cuando la muerte te echa más de una vaina seria, con el tiempo no queda ni la tumba ni la cruz.
“Esta verdad es muy sencilla, hasta un chiquillo la sabe
Si en tu vida no hubo ritmo, en tu muerte no habrá clave”.
Canción “Vida” Autor: Rubén Blades
La caravana avanza con lentitud por la Av. Bolívar de Charallave, un pueblo tuyero de cuatro calles con pretensión de avenidas. Son las tres de la tarde de un día cualquiera. En las bocacalles se han apostado vigilantes de tránsito, espontáneos, que detienen el paso vehicular. Como en una película del Lejano Oeste, los transeúntes evitan el contacto visual con los motorizados que toman el control de la vialidad. Algunos comerciantes prefieren cerrar las puertas de sus negocios.
De pronto se detiene el cortejo. Los ocho hombres que cargan el ataúd lo elevan, como quien entrega una ofrenda. Por debajo, en una acrobacia bien medida, un joven hace un círculo con su moto. Sale y es sustituido por otro compañero que repite la acción. Despejan él área, bajan la urna hasta el suelo, allí la bañan con ron y anís, como queriendo brindar al muerto, y continúa la procesión. La mayoría de los motociclistas llevan acompañantes, algunas son mujeres vestidas con lycras ajustadas fosforescentes, que tienen a su cargo el cuidado de los tragos y las botellas. Los curiosos de siempre, se mantienen embelesados con la escena, y los previsivos pasan de largo porque saben, que con cierta frecuencia, los entierros de malandros terminan con balas perdidas.
La tradición funeraria se inició hace 50.000 años en Asia occidental, con el Neanderthal. En el Antiguo Egipto, los faraones al morir eran enterrados con su séquito (aun vivos), pésima costumbre que, por fortuna, para los ministros de los gabinetes presidenciales, ha pasado de moda. He visto funerales de presidentes, reyes, papas y artistas. No vi las exequias de Fidel Alejandro Castro Ruz, me bastó con saber que se había muerto. Haciendo zapping durante los actos protocolares del entierro de Hugo Chávez, pude ver cómo se jugó hasta el cansancio con la emotividad de la gente. A su “Comandante Eterno”, al “Galáctico”, lo pasearon por las calles de Caracas, cual Sardina de Naiguatá.
En el ritual de los velorios de los venezolanos, hasta el mejor portado ha obviado, alguna vez, el Manual de Carreño. En las funerarias puede apreciarse una fauna variopinta: El mejor amigo del difunto, consolando a la viuda apesadumbrada, mientras frota el rostro de la mujer contra su pecho. La adolescente con mano de celular. La tía que después de llorar, se atrinchera en el área de servicio de cocina, haciéndose amiga de los mesoneros; para garantizar que su marido e hijos beban y coman a gusto. La contable de las coronas. Nunca falta una viejita empeñada en salvar el alma del interfecto a punta de oraciones, que sólo conoce ella, y deja al resto de la concurrencia más perdida que el aceite y la Harina Pan en supermercado venezolano. Ni qué decir del arrocero fúnebre: bebe, come y ofrece sus respetos, se acerca cariacontecido y tambaleante al féretro, desesperando a los deudos por la inminente caída sobre las coronas.
No falta el área de los contadores de chistes, y, dependiendo del nivel social, se hará más o menos visible el licor. Corre libre, en los entierros “de mi pobre gente pobre”, que son un “derroche de sentimiento”, como diría el gran Tite Curet Alonso. En el Cementerio del Este, donde priva la circunspección y el comedimiento, ríase usted de Chicago durante la Ley Seca. Hasta el tío más serio muta en un Lucky Luciano tropical, brindando escocés bajo cuerdas.
Velorio que se respete viene con sorpresa, según las características del difunto, puede ser desde la llegada del “segundo frente” con todo y prole paralela, hasta tiros. Desmayos, caídas estrepitosas, peleas, ebrios que se confunden de capilla velatoria, música en vivo para todos los gustos (barroca, salsa, rancheras, golpes de tambor).
Antes de morir, Liboria, una vecina de La Sabana, un pueblo del Estado Vargas, pidió a sus hijos que en el primer aniversario de su muerte no hicieran funeral, ni lloraran, que debían celebrar con un toque de tambor. Pasó el año y se hicieron los preparativos para complacer el deseo de la madre ausente. Un día antes, murió el Dr. Blas, una especie de hijo ilustre del pueblo.
En la madrugada, los vecinos mostraron su respeto, asistieron tristes y compungidos al velorio. Una señora llevó una cobija, entre llanto, rosario y café; en la sala en donde reposaba el finado, dormía a ratos, sentada en una silla. Por esa casa pasó todo el pueblo, teniendo en cuenta que se trataba de un personaje querido y por quién sentían auténtico orgullo. Al día siguiente esa misma gente, aún adolorida, se congregó en la casa de Liboria para acompañar a sus hijos en el baile de tambor.
Pero más allá de lo anecdótico de la muerte, de la partida del ser querido, está el otro dolor que ella produce, la cada vez mayor dificultad de afrontar los gastos mortuorios. Hasta hace algunos años, las personas de escasos recursos tenían la oportunidad de dar sepultura a sus muertos. Había funerarias para todos los gustos y precios. Desde las de medio pelo, sin aire acondicionado y que sólo ofrecían café, manzanilla y consomé con galletas; hasta las Monumentales, verdaderos Parques Temáticos del Servicio Fúnebre.
En la Venezuela de hoy, la muerte constituye una cosa más que seria. De acuerdo con Luis Mora, director de la Cámara Nacional de empresas funerarias, cementerios, compañías de cremación y afines entre 2015 y 2016, los costos de los servicios funerarios aumentaron 100%.
Los altos costos del aluminio, materia prima para la construcción de los ataúdes, a pesar de que ha sido solventado con las urnas de madera, han afectado al sector funerario. Igualmente, los materiales que se utilizan para la preservación de los cuerpos. A lo anterior se agrega el problema de inseguridad.
Según reseña el diario El Universal, en la Morgue de Bello Monte se acumulan los cadáveres por falta de dinero para enterrarlos. Los servicios funerarios están entre los 650 mil y el 1 millón 600 mil bolívares, a esto hay que agregar el precio de la fosa en el cementerio. En los cementerios de El Junquito y Antímano propiedad de la alcaldía, las parcelas tendrían precios a partir de los 450 mil bolívares. Las parcelas en el Cementerio del Este, a principio del presente año, tenían un precio inicial de 900 mil bolívares, en el Cementerio General del Sur no quedan espacios libres en el área central. Sólo pueden acceder al cerro. No hay garantía de que una vez enterrados, los restos mortales puedan descansar en la paz del sepulcro; la profanación de las tumbas es constante, ante la apatía y desinterés de las autoridades por resolver el problema. Para los que optan por la cremación, no todos los cementerios ofrecen el servicio, el de La Guarita cobra entre Bs 582.400 y Bs 611.520 dependiendo del tipo de contratación que realice el cliente.
Aceptar resignados la llegada de La Parca, no es tarea sencilla. Dicho a la manera de Woody Allen: “No es que tenga miedo a morirme, es tan sólo que no quiero estar aquí cuando suceda”. Al final, cuando estamos solos ante la muerte, queda la forma como llevamos nuestra existencia. La Dama Fría no discrimina, pobres o ricos, poderosos o débiles, líderes o seguidores; después de muertos nadie garantiza el pasaje al Cielo, ni la reencarnación en un ser superior. Pero en tiempos del Socialismo del siglo XXI, después de muerto, no habrá descanso, cuando la familia queda encadenada a una deuda impagable.
Mercedes Lanza Avilés
mj_lanza@yahoo.com