En la noche del lunes 21 de junio de 2021, un enorme operativo llegó en patrullas y motocicletas a la casa de Carlos Fernando Chamorro, uno de los periodistas más reconocidos de Nicaragua. En su cuenta de Twitter resumió sus sentimientos: a pesar de todo, “nunca podrán confiscar el periodismo. No pueden matar las ideas, ni las voces del periodismo independiente”.
Esa misma noche, tres vehículos permanecieron vigilantes fuera del hogar de su madre, la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro, hasta las 6 de la mañana del otro día. Lo mismo pasó en los hogares de otros familiares y empleados. Carlos Fernando Chamorro salió del país “para resguardar su libertad”.
Un allanamiento como este no es nada nuevo para él, pero nunca había sido algo tan personal. Al fin y al cabo, en 2018 Daniel Ortega ordenó allanar su medio digital Confidencial. Algo que se repitió en 2021, cuando la Policía ocupó de nuevo esa redacción y la del programa en televisión digital Esta Semana.
Desde hace un par de semanas, las autoridades judiciales de Nicaragua, que no son independientes del gobierno de Daniel Ortega, comenzaron una ofensiva de entrevistas, restricciones migratorias, señalamientos y vinculaciones de periodistas y medios a investigaciones por supuestamente lavar dinero o conspirar con gobiernos extranjeros. Pero no han aportado pruebas ni detalles concretos, ni han hecho una acusación formal. De ahí que el hecho se enmarque dentro de un patrón de intolerancia que, al estilo imperante en Cuba desde hace décadas, se abre paso en América Latina. Como si los periodistas fueran una piedra en el zapato de gobernantes e instituciones estatales a quienes les incomoda la democracia.
Y no hay nada que moleste más que una piedra en el zapato.
De formas más o menos sutiles, en países como Nicaragua, El Salvador, México y Venezuela instituciones estatales mantienen presión sobre los medios, en especial desde el Poder Ejecutivo. En todos se repite el mismo discurso: la prensa independiente es enemiga del pueblo.
Por ejemplo en Nicaragua, según reseñó el New York Times, las autoridades vincularon a 13 medios en una investigación criminal enfocada en los líderes de la oposición por presunto “lavado de dinero, traición y conspiración sediciosa”. El gobierno nicaragüense ya había impedido al corresponsal del diario norteamericano la entrada al país.
Según el orteguismo, la investigación se mantiene debido a que “se está desarrollando un ataque implacable y sin precedentes en contra del pueblo y Gobierno de Nicaragua, impulsado por falsas narrativas propugnadas por medios de comunicación de la derecha y figuras de la oposición financiados por Estados Unidos”.
El pretexto de la injerencia de otros gobiernos se replica en México, donde Andrés Manuel López Obrador ocupa la presidencia desde 2018. En esa nación, la prensa también sufre presiones de los gobiernos estatales y municipales. Muchos medios viven en más del 50 por ciento de la publicidad oficial, circunstancia que se convierte en una herramienta de censura: si eres crítico con el gobierno, éste te elimina la pauta.
Ese mandatario envió una nota diplomática a Estados Unidos para protestar por el financiamiento, por unos 250 mil dólares, a la asociación Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad. También acusó a la asociación Artículo 19 de obtener dinero por la misma vía. Ambas trabajan por la libertad de prensa.
Esa financiación tiene un sentido. En efecto, en la crisis de sostenibilidad del periodismo de calidad, diversos programas de cooperación internacional han servido de refugio sobre todo para la especialidad fiscalizadora y de investigación. Se trata de recursos de la Unión Europea, de la cooperación de Alemania, Suecia, Paises Bajos, Reino Unido y Estados Unidos, entre otros. Pero al igual que en el tradicional modelo de negocio de los medios comerciales, esos recursos no implican compromisos para los medios en cuanto a sus contenidos, más allá de permitirles operar sin cortapisas. La calidad de los mismos es el mejor sello de la independencia.
Como dice el periodista Silber Meza, en México “se vive también un hostigamiento declarativo desde la Presidencia. Así como desde el gobierno federal disminuyeron las llamadas a las redacciones para que algo no se publique, desde las conferencias mañaneras el presidente busca acabar con la credibilidad de medios y periodistas que no ve con buenos ojos. El riesgo es que se incremente la autocensura por temor al linchamiento público”.
En Nicaragua el desprestigio corre también por cuenta del emporio de medios de comunicación “que funciona con una maquinaria propagandística que sirve para distribuir mensajes de odio”, opina un periodista nicaragüense. Según él, el gobierno no solo aparta la prensa independiente, la criminaliza y la encarcela, sino que crea sus propios canales “en parte gracias a que la allana y utiliza policías o turbas de simpatizantes para robarles los equipos”.
Otra forma de ataque contra los medios se presenta en Venezuela: la aniquilación judicial. En ese país el Tribunal Supremo de Justicia ordenó al diario El Nacional pagar unos 13,36 millones de dólares al diputado Diosdado Cabello, como “indemnización por daño moral”. Unas semanas después de la sentencia, efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana embargaron la sede de la publicación. Pero todavía faltaba algo: en mayo de 2021, el juez dobló la cifra a 30,05 millones de dólares. Se trató de una verdadera confiscación judicial, decretada con el pretexto de que El Nacional publicó un informe extranjero que señalaba al personaje de tener vínculos con el narcotráfico y lavado de dinero. En condiciones normales ese asunto no habría llegado al extremo de liquidar el diario.
La organización Artículo 19 define el acoso judicial como una forma de agresión que interpone recursos legales (demandas civiles, acusaciones criminales, procesos administrativos o acciones constitucionales) en contra de periodistas que investigan e informan, en su mayoría, sobre corrupción e irregularidades en entidades del Estado.
Por ejemplo, sobre El Faro, de El Salvador, el primer diario digital en América Latina, pesa una auditoría financiera del Ministerio de Hacienda y acusaciones de lavado de dinero. A raíz de esos eventos, publicaron en un editorial: “El libreto (…) —que incluye acusar a los periodistas de tener agenda oculta o de actuar a favor de sus rivales políticos— es en realidad el mismo que siguieron otros gobiernos y partidos corruptos de los que dice distinguirse. Pero este presidente acumula más poder que sus predecesores y ha ido más lejos que ellos en sus ataques al periodismo independiente”.
El gobierno de Nayib Bukele también hace bloqueos sistemáticos de información. Además impide, mediante la Policía Nacional Civil, el acceso de los periodistas no alineados a escenarios noticiosos que pueden ir “desde una plenaria, hasta un incendio”.
Según Glenda Girón, de Prensa Gráfica, en su país las instituciones llamadas a proteger las libertades de expresión e información y cualquier derecho sufren una desarticulación progresiva. “Con la Asamblea Legislativa de su lado, colocó en el poder Judicial a gente afín. La Fiscalía General de la República también funciona con base en lo que demanda la Casa Presidencial. No hay a quién acudir”.
De acuerdo con Reporteros sin fronteras, en su reporte de 2021, el peor descenso en la libertad de prensa se observó en El Salvador, con el lugar 82 de su listado de 180 países en el que figuran Brasil (111), Nicaragua (121), México (143), Venezuela (148) y Cuba (171).
Aparte de todo, la pandemia ha impulsado aún más el retroceso de los indicadores regionales, el peor del mundo. En Brasil, el intento de acceso a las cifras oficiales sobre el covid-19 ocasionó un bloqueo del presidente Jair Bolsonaro, que “intentó minimizar el alcance de la crisis y generó innumerables tensiones entre las autoridades y los medios de comunicación”.
Precisamente ese mandatario estalló en insultos ante un pregunta al respecto de una periodista de uno de los medios de la red Globo. Como registró la cadena CNN, no ahorró en epítetos : “Prensa de mierda, canallas y sinvergüenzas”.
Mientras tanto, Human Rights Watch y el Comité para la Protección de los Periodistas advirtieron que el mandatario guatemalteco Alejandro Giammattei ataca a la prensa con “una retórica beligerante y acusaciones falsas”. Destacaron que ese gobierno restringe el acceso a la información pública, realidad agravada por la crisis de salud. Y El Salvador no se salva tampoco en esta categoría. “La pandemia ha sido utilizada como pretexto para acosar a la prensa con una retórica crecientemente agresiva por parte del presidente Nayib Bukele”, destaca Juliane Matthey, de Reporteros sin Fronteras (RSF).
Como sus acciones no tienen consecuencias, los Estados pierden la vergüenza. Para Felipe Vallejos, consultor en comunicación, “no es posible que persigan a un periodista, le dejen sin trabajo, pongan su vida en peligro, amenacen a su familia hasta que tenga que exiliarse. Cuando hechos como estos se dejan pasar una, dos o cuatro veces, se crea un clima de impunidad”. “Es un síntoma de un problema de institucionalidad. No hay régimen de consecuencias. He ahí la importancia de la alternancia, de los contrapesos, porque son la única forma de garantizar libertad de prensa”, destaca.
La problemática de la prensa en Latinoamérica se enmarca dentro del ataque global contra los pilares de la democracia. No es de extrañar que los gobiernos sientan que tienen patente de corso para denigrar de la prensa libre si incluso en Estados Unidos el presidente anterior, Donald Trump, acusó a la prensa de ser el verdadero enemigo del pueblo. Una afirmación que afectó la confianza popular y aún pende sobre los medios norteamericanos.
Según Vallejos, el fenómeno va más allá de que los gobiernos pertenezcan a la izquierda o a la derecha y deteriora la noción de que quien preside el país debe rendir cuentas de sus actos. El destino de la democracia y el periodismo están muy ligados. Por eso los países latinoamericanos necesitan más libertad de expresión, no menos. Porque sin ella, los pueblos no pueden decidir, libre y conscientemente, sobre su destino.