«Si la mar se seca» por Leila Tomaselli – * Bitácora 28 Por un temblor *
Si la mar se seca
Extracto
Bitácora 28
Por un temblor
La novedad ya no es novedad. La copiosa tribu Buendía llega a la pantalla de la mano de los propios hijos del Gabo. ¿No fue el Gabo quien dijo, acerca de algunos finales que si el lector corre al final del libro para saber cómo termina, pues él le contaría el final desde el principio para que se le quitara el afán?
Juraría que fue el gran Gabo.
La mente y sus malabarismos.
La ruta de Andy, el acompañante tardío y silencioso de la familia mínima de Eva y Sara, es ventosa y temeraria. Se ha enamorado y ha vuelto a enamorarse, ha puesto un pie en el vacío y han nacido puentes por donde andar. Ha visto en el cielo flechas de nubes indicando hacia arriba dejadas por almas que se van, vestidas de fiesta.
Una infancia feliz y una adolescencia accidentada de equilibrios familiares deshilachados, incomprensiones y descuido, lo llevan a tener muy claro lo que no quiere que sea su vida: una novela mediocre, iterativa, que se repite a sí misma y a los errores de los padres hasta anularse. Para certezas, las suyas. Lo ignoto es lo que le interesa, dudas, retos, no ratificaciones.
Un temblor de tierra lo despeina todo (¿se nota mucho que ando leyendo Herido leve de Eloy Tizón?).
Por eso calla hasta después de muchas noches de sofá, para desenredar los laberintos de su alma que aún va desnuda. Y tramar su futuro.
Mas desavenencias que aciertos llenan los años de Barcelona y Madrid, con anhelos y caídas, aunque suman andadura. Pero la fuerza para la escalada definitiva le llega tras la desaparición de su madre. Cuando finalmente puede aliviar el alma llorando a la madre que ambos hubieran querido que fuese y en la que estaba a punto de convertirse los últimos meses de su vida si no se hubiese atravesado una bala. Y entonces la nostalgia abrasiva por el olor a cacao y café, que es a lo que huelen las infancias en Choroní, deja el lugar a memorias intactas, que sí las hubo, reconciliadas con el pasado, y llegan los éxitos, la paz doméstica.
Parece la sinopsis de una serie de televisión. Y lo es.
Atardeciendo ya, un inesperado movimiento de tuerca marea el estómago.
Un temblor.
Eva vuelve afanada. Sentada en los escalones de la puerta de casa está su hija hablando con alguien. Es Andy, un chico que ha visto un par de veces dando vueltas, encorvado, por el edificio.
— ¿Asustados?
—No mami. Esta oscuro y como no sabíamos cuánto iba a durar el corte de luz, estamos haciéndonos compañía.
Hace calor, apenas mitigado por una mínima brisa marina, no de mucho alivio, que viene de la plancha de acero que se ha hecho el mar alla al fondo. El olor húmedo, el aire hechizado, la palmera estática. Huele a tormenta.
Andy no habla. Asiente, niega.
Tras la separación de sus padres, ha sido custodiado por su abuela hasta cumplida la mayoría de edad. Ese mismo día le ha puesto las maletas en la puerta para que vuele hasta la isla Margarita donde vive su madre.
— ¿Y Dónde está ahora tu madre?
Andy no habla. Asiente, niega.
Esa noche y muchas otras noches Andy duerme en el sofá.
Tres años, 7 meses y 21 días (también sigo releyendo cien años de soledad, como para recordar de dónde vengo) ha dormido Andy en el sofá que se ha hecho el sofá de Andy. Se ha pintado el pelo de rosado, ha llorado y reído, se ha enamorado, se ha casado sorpresivamente, ha aprendido a enrollar sushi en el chiringuito de su suegra.
Cada vivencia tiene su espesor que va sumando.
Tras enterarse Eva que un bache gelatinoso, de esas depresiones que parece que quieren amputar lo conseguido hasta ahora, tiene atrapado a Andy, durmiendo bajo un escritorio para cuidar un piso lleno de cosas ilegal, le ofrece irse a Barcelona, donde está su hermana Sara que ha ido adelantándose a los eventos familiares. Ahí comparte piso con una amiga, varias comparsas y huéspedes ocasionales.
Andy sale con alma de fugitivo dejando atrás una ex esposa, un hijo y una ex suegra que le ha dado un oficio, porque él, de suyo, es un artista.
El traje de boda en el que Andy vuelve a casarse lo trae la madre desde Colombia.
Se lo hubiera puesto si no se hubiera atravesado una bala perdida.
Los altos muros levantados en años ceden.
Por primera vez Andy la llora.
Si la mar se seca
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