Si la mar se seca, por Leila Tomaselli – «Intrascendencias de lo cotidiano» Bitacora 26
Si la mar se seca
Extracto
Bitácora 26
Intrascendencias de lo cotidiano
Un puesto de flores en el que comenzar, a vuelapluma, una historia menuda.
Es el puesto de Toni con i, como manda su lengua natal, que usa para las lides políticas y los asuntos familiares, de la que pasa sin vacilación a un español sagaz (no lo puede evitar), más acorde con el palabreo. Entonces hace bailar las sílabas, conversa largo y corto con sus interlocutoras, raramente interlocutores, instaladas en la fila por orden de llegada o según mande el respeto por las canas, a la espera de turno.
Nunca una afonía ni un dolor de oído.
El rostro angular de Toni asiente, traza paisajes propios en el aire como si la muerte morara solo en ciudades lejanas, limpia la hojarasca, los bolsillos llenos de briznas de tallos y hojas, sonríe con los dientes desnudos. Sus ojos siguen riendo aun cuando la bufanda le tapa la mitad de la cara.
A media mañana, cuando crecen los rumores del mundo y el Olivar huele a mercado medieval de especies, hierbas y frutas jugosas, un corro de postulantes a la confidencia se cierra sobre los cubos saciados de colores para preguntar por antiguos récipes mágicos que curen alergias, tos y pie plano, imagino.
Cada confesión es un nuevo capítulo de una novela de la que Toni no pierde el hilo, alimento de noches absortas.
Pido flores amarillas.
— ¿Me indica cuales por favor?
— Las que más le gusten, con que sean amarillas me basta — y sigo mi chat telefónico.
— Si no me indica cuales exactamente, no puedo vendérselas.
— Las que usted quiera.
—Sí, pero cuales.
—Amarillas señor, amarillas —y sigo en mi mundo.
—Le pido por favor que decida usted.
Lo miro. Me mira con trazas de ternura escorada.
Toni siempre ha sido la alegría del huerto. Estudioso, virtuoso de la palabra, las manos ligeras para la ayuda, el mejor de los hijos. Sus compañeros de colegio preguntaban porque vestía siempre de un solo color. Por comodidad, chicos. Cuando su madre le llevaba de compras (la única madre de la comarca que no imponía su gusto en la vestimenta de su hijo) siempre se decidía por un par de colores a lo sumo.
Pensaba que todos eran como él. Saludaba de lejos sin saber quién levantaba la mano desde la otra acera creyendo tal vez que gesticulaban a su hermano gemelo. Era alegre como fruta madura, feliz hasta los estribos.
— ¿Eres tonto, hijo, o qué? —preguntaba la madre.
A veces las vidas dan al traspatio en lugar de dar al mar o a los trigales.
Creció creyéndose tonto, monocolor y muy Clodomiro en busca de clavos, el de la canción que tal vez nadie recuerda.
La adolescencia, que arranca de un tajo la inocencia con sus clamores de heroicidad, puso las pasiones en su sitio.
—Quiero ser piloto. —Asi. Recio.
—Pues anda a que te examinen hijo, comienza por preguntar si estas capacitado.
La doctora, bendita entre las doctoras de la ciudad, le mostró unos números escondidos entre burbujas de colores. Dudó mucho.
— ¿No ves el número escondido, verdad? Pues claro, ¡eres daltónico, mijo!
Una bendición.
—Corrí a casa a contarle a mi madre que no soy tonto, solo daltónico. Que no puedo ser piloto pero que soy enormemente feliz.
Ahí está en su puesto del mercado escuchando la música de las flores.
Las reconoce por la ubicación. El cubo de las rosas rojas al lado las amarillas. Detrás las calas. De memoria. Porque los colores de la naturaleza son los únicos que reconozco, el verde siempre será verde.
¿Y si te equivocas?
Qué más da. Solo lamento no verle el color a los ojos de mi novia.
Para descansar la memoria, algunos días perdidos entre tantos, solo expone plantas siempreverdes y flores blancas. Lo llama paisaje lunar.
Virtuoso de la escucha, Toni convoca el sueño nocturno, me arriesgo a afirmar, enganchado a alguna intrascendencia oída, fermentada en la trastienda de las palabras y dejada caer en la selva enmarañada y hermética de su mente divagadora.
Si lo veis, llevadle mis recuerdos, por favor.
Si la mar se seca
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