Los narcos de Nuevo Laredo tienen muy claro lo que buscan cuando salen en busca de presas: hombres y mujeres sin cordones en los zapatos.
Denunciar o investigar en un estado considerado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como una gran “zona de silencio” puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. AP
Fuente: https://www.panorama.com.ve
Esos pies dicen mucho de sus dueños. Son la prueba de que entraron a Estados Unidos para pedir asilo, pero lo único que lograron fue estar detenidos unos días, cuando les quitaron los cordones por cuestiones de seguridad, antes de ser tirados de vuelta en la boca del lobo, en el violento estado de Tamaulipas.
En años anteriores, los migrantes pasaban con rapidez por esta tierra de carteles. Ahora, con las nuevas políticas migratorias de Donald Trump, se quedan ahí durante meses mientras esperan sus citas en las cortes estadounidenses, varados en las fauces del crimen organizado.
Sus historias hablan de robos, de extorsiones por parte de criminales o funcionarios corruptos, de secuestros… Narran cómo las únicas opciones con las que se enfrentan son pagar para cruzar de manera ilegal a Estados Unidos, aunque sus planes no sean esos, o simplemente para que los dejen libres.
A veces escapan de un grupo para caer en las manos de otro o puede que sean ellos mismos los que, en medio de la desesperación, buscan de nuevo a los traficantes con tal de hallar cualquier salida que no implique regresar a los países de los que huyeron.
Pero, en ocasiones, ni así salen del limbo.
Una contadora hondureña de 32 años que viaja con su hija lo sabe bien. Lleva cuatro meses atrapada en un círculo vicioso de cruces y devoluciones legales e ilegales entre los dos países que sólo han hecho crecer sus deudas y su desesperanza. “Somos una minita de oro para el crimen”, lamenta resignada desde la ciudad de Monterrey, a 200 kilómetros de la frontera estadounidense.
Esta historia es parte de la serie “Outsourcing migrants” producida con el apoyo del Centro Pulitzer de Periodismo en Situaciones de Crisis.
Tamaulipas es la esquina noreste de México. Sus peligros son bien conocidos. Es el único estado fronterizo al que el Departamento de Estado prohíbe a los estadounidenses poner el pie por ser un territorio controlado por los carteles. Washington lo coloca en un nivel de alerta similar al de países en guerra como Afganistán y Siria.
Hasta hace poco los migrantes pasaban de largo por estos territorios. Bien cruzaban rápido el río Bravo hacia Texas o atravesaban los puentes para solicitar asilo, un trámite que les permitía quedarse en Estados Unidos, aunque fuera en detención, mientras se les daba una respuesta.
Todo cambió con el endurecimiento de las políticas migratorias de la administración de Donald Trump. La frontera se ha convertido en un embudo donde cada vez son menos los que pueden entrar legalmente y más los que salen mediante el programa conocido como “Permanecer en México”, una estrategia mediante la que Washington ha devuelto a más de 55.000 personas mientras sus solicitudes de asilo deambulan, con pocas posibilidades de prosperar, por la intrincada burocracia de unas cortes estadounidenses desbordadas.
México no estaba preparado para esta afluencia de migrantes a lo largo de la frontera y mucho menos en Tamaulipas. Por eso las autoridades se han esforzado en sacarlos de esta región hacia Monterrey o incluso hasta la frontera con Guatemala. Los funcionarios dicen que es por su seguridad. Para algunos analistas, se trata de un claro reconocimiento del estado de anarquía que subyace en estas tierras.
Mientras, la delincuencia organizada se frota las manos. Ha sabido adaptarse y aprovechar muy bien este lucrativo botín desembarcado directamente en algunos de sus feudos. Familias enteras, muchas veces con niños, son tratadas como mera mercancía o cual cajeros automáticos andantes, listos para alimentar sus negocios criminales.
“Probablemente, no hay nada peor que se pueda hacer en cuanto a seguridad en la frontera”, dice Jeremy Slack, investigador de temas fronterizos en la Universidad de Texas en El Paso. “Es una auténtica pesadilla”.
Yohan, un exguardia de seguridad nicaragüense de 31 años, fue devuelto a México en julio solo con su celular y una funda de plástico con una cita para solicitar asilo. Sin cordones en los zapatos ni dinero, y con su esposa y dos hijos de 10 y 2 años a su cargo, se internó en Nuevo Laredo, una ciudad dominada por el Cartel del Noreste, escisión de los sanguinarios Zetas.
Tímido y conteniendo sus emociones, sobre todo cuando sus pequeños juguetean a su lado, cuenta su historia desde un lugar en Monterrey, donde una organización le ofrece albergue, comida y trabajo mientras se resuelve su situación.
Su plan era pedir ayuda a las únicas personas que conocía en la región: sus coyotes. Le habían tratado bien, le daban cierta confianza y estaban en Ciudad Miguel Alemán, a 160 kilómetros de Nuevo Laredo y también en la frontera.
Antes de llegar a la terminal de autobuses, dos desconocidos le interceptaron mientras otro grupo bloqueaba su familia. Sólo vio a uno armado, pero no hacía falta más. Los subieron a una camioneta, les quitaron lo poco que llevaban, incluidos los zapatos.
Les dieron una oportunidad de elegir su destino: pagar por su liberación o por un nuevo cruce.
A lo largo de toda la frontera norte se han dado casos de abusos y crímenes contra migrantes, pero este año Tamaulipas vive la situación más preocupante. Es el estado por donde cruzan más migrantes de manera ilegal. También por donde el gobierno estadounidense ha devuelto a más personas a pesar del peligro: 20.700 al 1 de octubre.
El Instituto para las Mujeres en la Migración, una ONG con sede en Ciudad de México, ha documentado 212 secuestros de migrantes y solicitantes de asilo en este estado desde mediados de julio -cuando comenzó a implementarse ahí el programa “Permanecer en México”- hasta mediados de octubre.
De todos esos secuestros, 197 ocurrieron en Nuevo Laredo, una ciudad de poco más de medio millón de habitantes y que vive del comercio internacional que diariamente cruza sus puentes.
Uno de estos casos es el de Yohan quien, como otras víctimas de esta historia, pide ocultar su nombre completo por miedo a represalias.
La familia salió de Estelí, en el norte de Nicaragua, hace más de tres meses cuando los paramilitares se enteraron de que fue testigo del asesinato de un opositor a manos de funcionarios del gobierno. Comenzaron a seguirle, pintaron amenazas de muerte en los muros de su casa y tuvo que huir.
Cuando pisó territorio estadounidense, pensó que empeñar la casa de su madre para pagar los 18.000 dólares que le pidieron los traficantes había valido la pena. Ahora, arruinado y con temores por todas partes, no está seguro de nada.
Sus captores les dijeron “que eran del cartel, que no eran secuestradores, que su trabajo era cruzar gente y que nos llevarían con el pollero (otra manera de llamar al coyote o traficante) para que nos explicara las condiciones”. Acto seguido conectaron un cable al celular para sacar toda la información.
El primer impulso de Yohan fue darles la clave de sus antiguos traficantes, la contraseña con la que cada grupo distingue a “sus” migrantes. “Eso no nos vale, me dijo uno”.
La clave era del grupo contrario.
El crimen organizado en Tamaulipas se fragmentó en la última década y ahora las células operan como si fueran franquicias con contactos en todo México y Centroamérica, explica Guadalupe Correa-Cabrera, de la Universidad George Mason y experta en crimen organizado y tráfico de personas.
“Son contratistas, dan un servicio, controlan el territorio, operan las casas de seguridad y cobran por todo ello”, agrega.
Los días de cautiverio de la familia de Yohan, junto a otra salvadoreña, dos cubanos y dos mexicanos, transcurrieron de casa de seguridad en casa de seguridad, aparentes domicilios particulares u oficinas en donde dormían en el suelo y mataban el tiempo intentando jugar con los niños o atendiendo la visita que les hacían los miembros del grupo encargados de hacer las llamadas de extorsión.
Sin armas visibles, eran vigilados en todo momento. Las conversaciones con sus captores le permitieron hacerse una idea de lo organizado que estaba el mundo en el que se encontraba.
“Hice confianza con uno de 16 años”, explica. “Me dijo, ’habemos 15 polleros, el cartel nos trae a las personas aquí y nosotros las cruzamos pagando al cartel el cruce del río y todo el movimiento”.
También le contaron que tuvieron que contratar más gente. “Como Estados Unidos está deportando a tantos por aquí, los estamos capturando y se nos ha aumentado el trabajo, estamos saturados”.
Le pidieron 16.000 dólares por los cuatro. “Nos dieron una lista con muchos nombres y teníamos que depositar 450 a cada persona” y sin usar ciertas compañías, más rastreables por las autoridades.
Pero Yohan sabía que su familia nunca conseguiría tanto dinero porque estaban embargados con el primer préstamo. Sólo lograron reunir 3.000 dólares y la tensión creció.
“Los voy a entregar al cartel”, dice que les gritaba uno de los captores.
El pánico creció cuando su hijo pequeño, el único que reía ajeno a todo, se les enfermó con paperas. Consiguieron un poco de leche extra a cambio del anillito de oro de la niña, pero como el niño no mejoraba optaron por liberarlos no sin antes tomar bien sus nombres y hacerles fotos a todos. Los tendrían controlados.
“Nos dijeron que el cartel no les permite tener niños enfermos. Creo que fue por eso”.
No es cuestión de humanidad, sino de negocios, explica Correa-Cabrera. Un niño muerto puede atraer la atención de los medios y de las autoridades.
Después de 14 días retenidos y antes de dejar la casa de seguridad, sus captores advirtieron a Yohan que si alguien los interceptaba tenían que dar la siguiente clave: “Ya pasamos por la oficina checando”.
Entonces no sabían que sólo tendrían que pasar unas horas para que tuvieran que pronunciar las seis palabras mágicas que salvarían a toda la familia de un nuevo secuestro justo cuando iban a tomar un autobús a Monterrey. El engranaje criminal había funcionado.
Casi dos meses después, el 22 de septiembre, Yohan y su familia tuvieron que regresar a Nuevo Laredo para su cita. Aterrado, llevaba en la mano algo que lo mismo podía ser una llave de entrada a Estados Unidos como una bomba de relojería en México: la denuncia de su secuestro, que presentó en Monterrey.
La ley estadounidense permite que migrantes vulnerables no sean devueltos, pero dio igual. En cuestión de horas estaban otra vez de regreso en México, en el mismo estacionamiento del edificio de migración mexicana de la primera vez y desde cuya entrada se ven las casas de cambio, las cantinas y los ojos vigilantes al acecho de presas. Se le hizo un nudo en el estómago cuando su niña le dijo: “Papi, mire, una camioneta como la que nos agarró”.
Las autoridades mexicanas organizan traslados gratuitos para quienes quisieran salir de las ciudades fronterizas y regresarse a sus países de origen. Yohan y su familia no pensaban en volver a casa, pero pidieron al conductor que les dejara en Monterrey, donde la ONG que les ayudó estaba dispuesta a recibirlos de nuevo.
En el camino, el conductor les exigió 200 dólares de extorsión para hacerlo. Como no tenían el dinero, el chofer les dejó tirados en plena madrugada a casi cien kilómetros de su destino con otras cuatro personas. Durmieron todos apiñados en un estacionamiento para alejar el miedo.
A diferencia de otras ciudades fronterizas, como Tijuana o Ciudad Juárez, en Nuevo Laredo apenas se ven migrantes por las calles. El miedo los enclaustra aun a sabiendas de que no están seguros ni en los albergues, de donde se llevaron este verano a un pastor, Aarón Méndez, que todavía está desaparecido.
Mucho menos en los trayectos desde y hasta la terminal de autobuses.
Un par de meses después de la desaparición de Méndez, hombres armados interceptaron a unas personas que ayudaban a los migrantes en estos traslados. Se llevaron a los que iban en su camioneta y lanzaron una clara advertencia: si seguían con esa práctica, los matarían.
Kennji Kizuka, investigador del colectivo Human Rights First, con sede en Nueva York, cuenta la historia de una mujer que al cruzar a Estados Unidos para su cita tuvo que entregar su celular. Durante las horas que estuvo incomunicada, su familia recibió llamadas diciendo que ella estaba secuestrada y exigiéndole agresivamente el pago del rescate.
“Está claro que tienen un sistema muy sofisticado para elegir a sus víctimas”, afirma Kizuka.
El investigador menciona otro caso en el que miembros del crimen organizado entraron en la oficina del Instituto Nacional de Migración (INM) de Nuevo Laredo para llevarse a migrantes retornados. Una mujer se escondió en el baño con su hija y logró llamar a un pastor para que fuera a sacarlas de allí. El vehículo entró en el estacionamiento de migración, madre e hija subieron, pero fueron bloqueados a unas calles de ahí. Según Kizuka, las migrantes fueron sacadas del vehículo, aunque los narcos acabaron liberándolas sin hacerles daño gracias a que usaron una clave, como hizo Yohan.
Mientras todo esto sucede, los gobiernos de los dos países parecen mirar para otro lado.
La cancillería mexicana declinó hacer comentarios para esta historia. Y la Patrulla Fronteriza estadounidense asegura que seguirán devolviendo a migrantes por Tamaulipas.
Brian Hastings, jefe de operaciones de la Patrulla Fronteriza, indicó a la AP que la cantidad de solicitantes de asilo retornados se había reducido recientemente porque llegaban menos migrantes a la frontera, no debido a la violencia.
Dijo no creer que “exista una amenaza hacia esa población” y consideró que lo que ocurre en Tamaulipas es “una pequeña guerra entre el cartel y la policía del estado”.
Los números muestran, sin embargo, que el peligro es real.
En agosto, Human Rights First tenía registrados 110 crímenes violentos contra migrantes retornados. En octubre, cuando ya se habían abierto las devoluciones por Tamaulipas, esa cifra se triplicó. Y Kizuka considera que esto sólo es la punta del iceberg.
Denunciar o investigar en un estado considerado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como una gran “zona de silencio” puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
En diversos viajes a Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros y Monterrey la AP entrevistó a decenas de personas que habían sido víctimas de algún delito, pero sólo una denunció.
En el país, los secuestros no son nada nuevo.
En plena guerra contra el narcotráfico, la Comisión Nacional de Derechos Humanos presentó unos datos que sobrecogieron: en sólo seis meses durante 2009 registraron que casi 10.000 migrantes habían sido víctimas de secuestro mientras atravesaban México.
En aquellos años, los carteles estaban siendo fragmentados por la acción gubernamental y además luchaban entre ellos, con lo cual los migrantes cubrían dos necesidades básicas: dinero y mano de obra. O sus familias pagaban o trabajaban para ellos. La otra alternativa era la muerte.
Aunque la situación se dio en toda la ruta migratoria, Tamaulipas se convirtió en un símbolo de esas atrocidades cuando en 2010 se encontraron 72 migrantes asesinados en un rancho de San Fernando y un año después 193 cadáveres en fosas clandestinas de la misma zona. Aparentemente todos fueron migrantes víctimas de venganzas entre grupos antagónicos para perjudicar el negocio de los rivales.
Ahora la situación es distinta, explica Raymundo Ramos, del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo. Los grupos quieren sobre todo financiación. “Tienen que recuperar mucho del dinero perdido en esas guerras”. Y alerta: la situación puede escalar. “Estamos repitiendo el mismo camino de impunidad y dios no quiera que tenga que aparecer otro San Fernando”.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador quiere evitarlo a toda costa y asegura haber reforzado su lucha contra los traficantes con un despliegue de más de 25.000 efectivos militares y de la Guardia Nacional en las fronteras norte y sur y en las principales rutas.
Sin embargo, todos los testimonios recopilados en esta historia describen situaciones que ocurrieron después de ese despliegue.
Reynosa, en la frontera con McAllen, es una ciudad de maquilas de 650.000 habitantes y la más grande de Tamaulipas. Es también el símbolo de las guerras más sangrientas del noreste de México y uno de los principales puntos de cruce ilegal hacia Texas junto con Ciudad Miguel Alemán. Estados Unidos no devuelve a solicitantes de asilo por ahí, pero muchos quedaron varados esperando una oportunidad para atravesar el río o a la espera de su turno para pedir asilo en la garita. Otros llegan cuando son devueltos por otras ciudades, creyendo que pueden estar más seguros o encontrar trabajo.
La ciudad, disputada por grupos rivales, parece tener un cerco invisible y la mayoría de los migrantes entrevistados dijeron haber tenido que pagar cantidades diferentes para atravesar los controles situados en las principales entradas.
Fortino López Balcázar, abogado y defensor de derechos humanos, recuerda que los migrantes siempre han sido presa de los carteles, aunque de forma diferente. La delincuencia se apoderó primero del río, y ahí los asaltaban y golpeaban. Luego empezaron a llevárselos de la estación de autobuses, más tarde de las calles.
El aeropuerto está igual de controlado.
Una maestra de 46 años de La Habana y su hijo de 16 aterrizaron aquí el 13 de agosto desde Ciudad de México con el teléfono de un taxista de confianza que les dio el abogado con quien habían coordinado el viaje. Ya en el taxi hacia el centro de Reynosa, en plena mañana, otros dos taxis les bloquearon, se subieron unos hombres, les quitaron el celular y el dinero y se los llevaron a una casa en construcción.
“El abogado nos vendió”, asegura indignada la mujer.
Por la noche fueron trasladados a un lugar al aire libre, una especie de bosquecillo aparentemente no lejos del Río Bravo donde había más rehenes. Entre ellos un grupo de cubanos que también habían sido capturados al salir del aeropuerto, cuando varios vehículos les interceptaron.
“El tráfico se paró”, explica uno de los hombres. “Parecía que el FBI nos cayó como si fuéramos terroristas”, agrega, convencido que quien les delató fue el agente de migración que les atendió al aterrizar porque discutieron por unos documentos.
El gobierno de López Obrador llegó a decir que el INM era una de las instituciones más corruptas de México. A principios de año, ese organismo anunció una limpieza y más de 500 funcionarios fueron cesados en todo el país. Según una persona con información de ese proceso, Tamaulipas fue uno de los estados más afectados por la purga. Algunos de los despedidos trabajaban en los aeropuertos. Otros en Reynosa.
En febrero fue destituido el subdelegado del INM en Reynosa, a quien acusaron de cobrar más de 3.000 dólares a los migrantes que detenía para no deportarlos. Meses después volvieron las denuncias, esta vez por exigir pagos de 1.500 dólares por adelantar a migrantes en la lista de espera, un instrumento que se ha prestado a mucha manipulación en diversos puntos de la frontera.
En el bosquecillo, la maestra y su hijo pasaban día y noche angustiados. Ahí la presentaron al “comandante” que le dijo que tenía que “pagar por el piso” y una multa por no ir con guía. El rescate era de 1.000 dólares por cabeza.
No les maltrataron. “Lo peor era lo que veías”, susurra ella.
Y lo que vio fueron las entrañas del crimen organizado, situaciones propias de las películas que veía en Cuba con la antena parabólica ilegal que la puso en la mira de las autoridades.
Estas escenas se desarrollaban ante sus ojos, sin que supiera muchas veces qué ocurría: una vez un hombre intentó asfixiar a otro con un nylon en la cara; en otros momentos los secuestradores, algunos apenas adolescentes, golpeaban a un coyote, también secuestrado, por ser del grupo contrario. De lo que le gritaban, entendió que querían forzarle a trabajar para ellos.
El terror se apoderaba de ella cuando pasaba un helicóptero y sus captores les urgían a esconderse como pudieran porque si eras descubierto en el sobrevuelo el rescate subiría de 1.000 a 20.000 dólares por cabeza. Si se escapaba alguno de los compañeros, también.
El bosquecillo era un ir y venir de gente: unos llegaban golpeados, otros querían cruzar ilegalmente a Estados Unidos, algunos más eran entregados por hombres uniformados.
A la maestra, una mujer delgada de rostro alargado y enormes ojos negros, le cuesta todavía entender del todo lo que pasaba en aquel lugar; un infierno donde “la empresa”, así llamaban los secuestradores a su grupo, compraba y vendía seres humanos.
Edith Garrido, una monja que trabaja en la Casa del Migrante de Reynosa, cuenta que parte de ese trasiego se debe a la acción de policías o criminales vestidos de policías, a los que llaman “polinegros” o “los clonados”.
“Van a las casas de seguridad, les dicen al grupo ‘dame 10, 15, 25’; ellos dicen que se los van a llevar a un lugar más seguro y se lo ofrecen al mejor postor”, es decir, al pollero que más dinero les dé para luego hacer lo que quiera con ellos.
“Un migrante es dinero para ellos”, asegura la religiosa, “no una persona”.
Los secuestradores les dejaban a los migrantes los celulares algunas horas para coordinar con familiares los pagos del rescate, siempre pequeñas cantidades a cuentas bancarias distintas. La maestra rompe en llanto al recordar cómo su hija de 25 años tuvo que empeñar todo lo que tenía en Cuba para juntarlo porque ninguno de sus contactos en Estados Unidos la quiso ayudar. Tenían miedo.
Cuando la mujer reunió el dinero, le tomaron una foto y la metieron en un taxi junto a su hijo y a otra cubana. El taxista paró en una carretera y les dijo que quedaban libres. Antes, les quitó el celular.
En espera de su próxima audiencia, aterrada y con su hijo enfermo y traumatizado, la maestra consiguió un empleo en la construcción para poder mantenerse.
Como no hay suficiente espacio en los albergues, la alta demanda de habitaciones ha hecho que las rentas se encarezcan. La oferta puede ir desde los 35 dólares por persona al mes por una habitación para cinco, como la que renta la maestra en un barrio marginal, a los 300 o 500 dólares por casas más seguras.
Aunque realmente seguro, no hay nada en esta ciudad.
El mes pasado, una familia salvadoreña perdió su turno para iniciar los trámites de asilo en Estados Unidos porque una balacera les impidió salir de su casa.
Garrido, la religiosa, asegura que algunos migrantes incluso pagan por protección. Otros rentan directamente a gente vinculada a los carteles, sean conscientes de ello o no. Así que para la monja hay una sola conclusión clara: “Por un lado o por otro, el crimen organizado siempre gana”.