Juanito y la burbuja mágica
Es domingo y Juanito tiene claro cómo pasará el día, desayuno con los papás y luego el encuentro en la plaza con Marco, Carlos, Sebastián y Alfonso. Con sus amigos del colegio jugará al fútbol mientras que sus respectivos padres tomarán el café de costumbre y charlarán. Juanito se estira en la cama y sonríe, hoy no será un domingo como los demás. Cumple diez años y ya sabe lo que pedirá como regalo. Y así, al llegar a la plaza, cierra los ojos y le dice a la burbuja de jabón que acaba de formar, “¡Llévame lejos. Quiero jugar con niños de otros países!”
Juanito mira asombrado el grupo de niños chinos que juegan a volar cometas multicolores. Es la vieja tradición Feng Zheng que por cientos de años invita a niños y adultos a sentir el viento en la cara mientras ponen a prueba la destreza de mantener el vuelo de sus cometas. Ráfagas de amarillos, turquesas y rojos se cruzan juguetonas en un cielo sin nubes. El parque se llena de risas y gritos en un lenguaje que no requiere traducción. Una niña se separa del grupo y le ofrece a Juanito su cometa pintada de estilizadas mariposas que parecen aletear y alejarse de la tela que las contiene. Durante unos minutos corre con el grupo que acepta al pequeño extranjero sin hacer preguntas. Le devuelve a la niña su cometa y en señal de agradecimiento le brinda una sonrisa. Es hora de partir…
Su burbuja lo lleva esta vez a Brasil. Es verano y el sol complaciente retrasa su despedida para que unos niños puedan continuar jugando a la peteca. Forman un círculo y cada jugador debe lanzar la pelota encrestada de plumas de color a su compañero, quien a su vez la pasará sin dejarla caer. Le abren campo a Juanito. Su compañero acaba de lanzarle la peteca. Es un chico muy moreno, delgado y de ojos muy negros que se achinan al reír. “¡Pásala! ¡No la dejes caer!”, le dice en ese suave y melódico portugués brasileño que a veces escucha al pasar frente al pequeño grupo de niños que también se dan cita en su misma plaza barcelonesa. El juego va cada vez más rápido y a la tercera vuelta, Juanito deja caer la peteca por lo que debe salir del círculo. Saluda con la mano, es hora de seguir camino…
De pronto se encuentra en medio de un paisaje muy blanco. Los pies de Juanito se hunden hasta los tobillos en la nieve. Un grupo de chicos juega a la bota finlandesa. Compiten entre sí a ver quién lanza más lejos una bota que van pasándose uno a otro. Deben además procurar que no caiga en el riachuelo que tienen enfrente. Si eso pasa, el jugador debe recuperarla, esquivando los trozos de hielo que adornan la superficie de unas aguas muy frías. “¡Qué juego tan extraño!” Es Finlandia y Juanito tiembla de frío. El padre de uno de los niños le presta una chaqueta con capucha y le entrega una bota, “los visitantes también deben participar”…
Es hora de volver a Barcelona. Allí le esperan sus amigos, impacientes por comenzar su juego de fútbol dominical. Sorprendidos, ven cómo Juanito recorre la plaza invitando, con un gesto de la mano, a todos los chiquillos que, hasta ese momento, jugaban en pequeños grupos; padres e hijos luciendo etiquetas imaginarias, separándolos por religión, raza o idioma.
Comienza el partido y la plaza se llena de luz y alegría, en la inocencia de un juego compartido dónde sobran las palabras.