Si la mar se seca
Extracto
Bitácora 18
La música es tiempo más un pájaro
Mi madre era pianista. Llegaba a Siena con un único deseo en el pecho, abrazar la música en su propio santuario.
En el centro de la Toscana, como una isla en un mar de ondulaciones y lejanos cipreses, se funde Siena con las colinas del Chianti. En el arcilloso centro de Siena, se funde con los palacios medievales la Accademia Chigiana, catedral de luz y sonido, rehabilitada por su mecenas para educar generaciones musicales de la mano de Manuel de Falla, Andrés Segovia, Pau Casals, entre muchos. En la Accademia impartía cursos de perfeccionamiento el maestro Sergio Lorenzi, amigo de mi madre y quién sabe si más.
El verano más bochornoso jamás conocido, en la época en que la carcoma cruje sin descanso el alma de las antiguas maderas urbanas, regando por superficies y angostos callejones el histórico polvillo, asistimos mi madre y yo a las performances de músicos venidos de lejos.
Cuando el crujido irritante de vigas masticadas se vuelve escándalo e interrumpe su concentración, Sergio a su piano, de pronto nevado de limaduras, las notas salidas de su magia a medio hacer, retiene la respiración con resignación hasta que los viejos muros del palacio tiemblan bajo la risa compacta, sacudiendo la carcoma.
Tras la sonora carcajada, músicos y oyentes hacen ahora la ola inclinando la cabeza hacia el mismo lado para escuchar con un gesto que parece el de un ave.
Un hervidero de talentos macera el ritmo, las variaciones, las repeticiones y tras la suspensión de hace unos instantes, se potencian las armonías.
La violinista argentina toca descalza con los pies en garra, aferrándose a la tierra para no volar con su arco a otros mundos. Cada nuevo ataque es un asalto.
La flautista toda rizos y liviandad asilvestrada, antorcha de juventud, está a punto de descubrir el misterio del mundo.
De las manos de un pianista japonés, esterilizado y sin parpadeo, las cejas rectas e inexpresivas, los labios sin ondulaciones, sale una ráfaga de notas que rompe la membrana del tiempo.
Nadie tiene apellidos aquí.
Unos son músicos del sufrimiento, otros son claros como Debussy, lleno de escamas que brillan en el agua, marcan pasajes y cambios cromáticos, mientras el maestro espía la línea del codo que se dobla sobre la partitura, los pies sueltan la garra y la mano vuelve a su arco con el lápiz entre los dientes, desnuda sin saberlo. Únicos legítimos intercambios de pública intimidad entre maestro y alumna.
Mi madre, con su oído absoluto, despacha músicos de alto calibre con un bravo. Pero si le erizan la piel, queda clavada a la tierra con el alma en carne viva.
En las tardes aún más calurosas que los días, cuando un enorme caldero arroja su vaporón irrespirable desde la Piazza del Palio, Sergio sigue dando la batuta dentro y fuera de la estrechez de los salones barrocos. Sus estudiantes le rodean sudorosos y encaramados sobre un solo pie, de rodillas, con los ojos poblados de todo lo que han visto, deseosos de más, mucho más, pendientes de no perder ni un suspiro del maestro. Congestionados de partituras, ven hasta lo no visible, encarnan la realidad. Y el maestro, tan atrevido como su pajarita de seda azul y pepitas blancas que le hace niño malcriado, se nutre de ese émbolo de vida que le respira en la nuca, pide que le cuenten chistes picantes, sacude la papada y estira la tirilla de goma que mantiene la pajarita en posición prefabricada.
Porque el cuerpo y sus sentidos son el instrumento musical originario, anuncia, por si no lo sabían, las notas se dispersan algunas, muchas, sobre la piel, otras por canales internos que no necesitan de toque físico. Y una vez descubierta la música, la memoria del cuerpo no olvida un idioma que la mente quizá sí. Por ese lenguaje muy de ellos, hecho de miradas y manos y leves contactos, observo que mi madre y Sergio, estos dos amigos que no necesitan hablar, reviven con escalofrío este momento de desorden sensorial, memoria de amores compartidos, talvez. Mi madre niega y extiende la vista sobre murallas y contrafuertes iluminados por una luna incipiente y sin contornos.
¡Qué difícil es ser un asceta de la música! Técnica, precisión, interpretación, códigos armónicos, cromatismos sonoros, partituras bajo los parpados, horas, meses, años de estudio rumiado. Eso solo es la prosa, la poesía se adquiere destripando el mundo como un niño, tomando posesión de la vida con el paso leve que la tierra recibe como si le esperase desde siempre. Agarrar los días por el cuello para estirar su luz, apresar el agua por la garganta, atomizar el tiempo para adivinar el misterio, enseñaba Sergio, rasgarse el corazón, tocar el instrumento con desnudez, para que brote la pulsión humana.
¡Que las fuerzas de la vida pasen a través de vuestro cuerpo! —tronaba Sergio, con Wagner en el pecho.
Un día, dejó que el pájaro que habitaba el árbol de su patio veneciano cantara por él.
La música es tiempo más un pájaro en tus dedos. De pájaros me hablaba también mi madre el día en que decidió darme clases de piano, como no. Si podía enseñar a otros niños, ¿porque no a su propia hija?
En las pausas, dejaba que me asomara a observar el milagro. Siempre en las pausas.
Iban llegando, entre los cipreses de las orillas del lago, pequeñas bandadas de patos zambullidores, con sus vientres blancos, un aletear que no se sabían atareado y un reflejo de horizontes norteños en las plumas pardas. (Baricco)
Rozaban la superficie barriendo con sus vientres blancos la piel del agua en el silencio de aquella campiña aturdida de calor. Un aleteo que duraba un instante. Luego los pájaros pechugones que venían de lejos para tocar el agua como un instrumento, aterrizaban con gracia atolondrada. Sin la complicidad de la naturaleza que se ofrece para plasmar el espectáculo, aquel prodigio no hubiera podido ocurrir.
— ¡Hija! —perforaba la voz de mi madre la perfección de la creación. Y la campiña volvía obvia, el laguito sigiloso como siempre.
La vida envía un mensaje oculto en las palabras con alas, en los versos finos como hilos de cristal, en el canto de los árboles, en el cascabeleo del agua, en la frondosidad de las notas, en su poesía: son el resultado de la misma misteriosa fecundación musical. Como en la palabra LOVE, sonora en extremo, con la que nombran los japoneses modernos el amor. Nunca le han puesto nombre, milenio tras milenio, al sentimiento de amor japonés. Hay palabras para nombrar el afecto por un hijo, un amigo, un perro, pero el amor de pareja nunca contó con una palabra suya porque todas las relaciones han sido tradicionalmente arregladas.
¿Adónde van las palabras perdidas, las que nunca existieron, como amor en japonés, las notas a medio hacer, las pausas? Talvez al mismo lugar donde van a parar los calcetines que se pierden en la lavadora.
Si la mar se seca
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