Arte y Espectáculos

 

 

«Si la mar se seca»

Bitácora 17

El vizconde bisecado

Leyenda, mito, espejismo o tragicomedia veraniega libre de trascendencia, cuentan (y es que siempre estamos dispuestos a la fabulación y si es legendaria y truculenta, mas, porque nos permite rociar tintes caballerescos) que distintos habían sido los caminos que los hermanos Saro y Pippo habían tomado al llegar desde Sicilia al borde norte de la prometedora Venezuela.    Exitoso emprendedor de la construcción, se enamoraba Saro de una hermosa acomodadora de cine, a quien hiciera estudiar, enalteciendo las cualidades de finura e inteligencia que de por sí poseía y, finalmente, se casara con ella.

Otro destino se labraría el hermano Pippo, que había iniciado a fraguar antes de cruzar el Atlántico, cuando había  impugnado, por derecho o por usurpación, el título de vizconde de Gualtieri Sicaminó, antigua aldea siciliana habitada por sus ancestros. Un título que podría abrirle puertas en tierras lejanas.

Cuales circunstancias habían asignado a Pippo la titularidad de un vizcondado, siendo notoria la presencia de un duque altivo y elegante en el castillo de Gualtieri Sicaminó, es materia de lo absurdo, de la descolocación de la realidad o de algún juego de espejos, talvez un alter ego el uno del otro. Vaya usted a saber.

Porque nada cuadra, decían las gentes de aquel pueblo, si uno no es el otro, el duque y el vizconde son la reencarnación el uno en el otro o su doble. Y tejían hipótesis y teorías de ilegitimidades, remontándose por las ramas más delgadas de las ascendencias, buscando en la profundidad de la sangre posibles expoliaciones, descendencias espurias y hasta dudas de la cama en la que cada quien había nacido. Con todo respeto.

Medio político y medio poeta, tras abandonar su familia y retirarse a vivir en la casa del cura adyacente al castillo, se había enamorado el duque de una nórdica azafata de Panam.  Empobrecido por la ley que abrogaba el latifundio y que le había despojado de hectáreas de bosques, seguía el duque su nuevo amor como cocinero de a bordo.

Entre vuelos, los enamorados se refugiaban en la siciliana capilla del cura que estaba separada del castillo por un campanario, con su campana chillona de gaviota desorientada.

Cuéntase que cada vez que el duque hacia el amor, salía a tocar la campana, preferiblemente de noche, para manifestar su felicidad y vengarse de los 11 años que la esposa le había hecho esperar el divorcio. Acabado el amor nórdico tras 12 años de rutas aéreas y campanadas, el duque se estableció en las solitarias adyacencias del castillo siciliano, dando rienda suelta a la vena poética, finalmente en paz con la familia.  Hasta el aciago día en que, sorprendido por un incendio que devoró en pocos minutos su morada, la ironía le esperó al acecho. El duque no alcanzó a tocar la campana para avisar. Logró salvar algunos manuscritos arrojándolos por la ventana, pero no pudo salvarse a sí mismo.

Por la singularidad de la relación entre el duque y el vizconde era de esperar que Pippo corriese con mejor suerte.

Nada más llegar a tierras caribeñas, Pippo se había perdido por los valles de Altagracia de Orituco detrás de una mulata ardiente a la que nombraban Tibisay.

La Virgen de Altagracia glorifica el primer nombre de este pueblo y el segundo le pertenece al río en cuyas orillas está ubicada la ciudad desde sus orígenes. Pero Orituco es palabra hispanizada, venida del quechua uritucu, para bautizar con nombre volátil guacamayas, loros, pericos, y multiplicarlos al infinito por la partícula Cu, aumentativo de la primera. Visto así, uritucu significa “muchísimas guacamayas”. Y así debió lucir Tibisay el día en que los dos cuerpos se acariciaron por primera vez. Colorada, atrevida, escandalosa.

Hipnotizado por tanta hermosura, se consideró Pippo merecedor del privilegio de habitar aquellas tierras de gracia, cuando se arrojó al tormento de amar una mulata con nombre y ademanes de princesa cacica.

Los toros coleados, esa afición llanera de derribar al toro por la cola, servían de evasión a los pleitos maritales que iniciaron el mismo día en que decidieron juntar cuerpos y almas. Y no es que Pippo tuviera las manos llenas de ociosidad llanera. Se había entregado al seguimiento de todo el proceso, desde la brega para coger y domar el ganado disperso por las extensas sabanas, hasta el derribo, esencia del espectáculo.

La brega se les hacía entretenida a los  peones que competían en agilidad y velocidad y proliferaba por los pueblos cercanos, amén de hermosos amores llaneros a los que les daba por florecer entorno a la manga, incidentes estrictamente vigilados por la mulata que velaba, con pasión escandalosa, su amor siciliano.

Llanero perdido, entre venados y cunaguaros, carne en vara, dulce de lechosa, conservas de coco y cultivo de tabaco se cavó Pippo su propia tumba.

Tan enardecidas eran las disputas que nacían casi siempre por celos de mujer y de las que Pippo se defendía en su dialecto natal, (una incomprensible concurrencia de letras truncadas, para los gracitanos), que el pueblo, al iniciarse los primeros clamores que desgarraban el silencio de la geografía llanera, se congregaba a las puertas de la finquita para defender el italiano de la ancestral bravura que habitaba el cuerpo de Tibisay.

Sus razones tendría, rumoreaban algunos, y culpaban esa nube de erotismo soñador y libre de pecado que envolvía el siciliano de sacar de quicio la lugareña. Sólo se le veía en el conuco adyacente a la finquita y eso sí, en las mangas de coleo.

Un domingo seco y ardiente, crónicas llaneras reportaron que, en un enésimo y decisivo asalto de violencia de género pero al revés, había quedado Pippo apenas una sombra entre los vivos, su cuerpo bisecado, (no podía asegurarse si por su bisectriz), cercenada su mano y ocultados los restos bajo el suelo de la finquita donde por años había luchado el amor por llegar a viejo.

En su dedo anular, el anillo del vizcondado de Gualtieri Sicaminó, de chapa martillada.

 

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