«Si la mar se seca»
Bitácora 16
La miel de la vida
Yo lo invito a un pájaro azul,
el me invita al temblor de una rama.
(Aramburu -perdonar si me equivoco)
Domingo por la tarde. 20 años. Siempre fiesta.
En el tren que va de Roma a Venezia, tomo asiento frente a un hombre detrás de un periódico. Primera parada, Firenze, tiempo suficiente para leer la prensa y de sobra para mirar por la ventana como corren los árboles hacia atrás.
Hace el gesto de querer intercambiar periódicos, si he terminado de leer. Un profesor de universidad quizás, barba y gafas, sobrio, una mata de cabello negro. ¿35 años, tal vez?
Escapa una sonrisa en el intercambio. Seguimos cada quien detrás de sus propias letras que se amontonan sobre el papel, los eventos, los mismos, relatados con otra voz.
El ritual de la lectura termina cuando los cipreses cambian el paisaje y anuncian Firenze.
— ¿Adónde vas? —aterciopela la voz.
—Venezia ¿tú?
—Firenze.
— ¿Qué haces ahí?
—Soy profesor de la facultad de arquitectura.
A los 20 años cada día es un descubrimiento, un triunfo, más cuando la intuición le gana en velocidad al pensamiento. Botas militares, bolso de la marina, escaso maquillaje no disuaden a mi nuevo profesor.
—¿Vuoi scendere a Firenze con me? —con voz improvisada.
— ¿Bajar contigo? ¡No puedo! —me escudo —me espera mi novio en Venezia…estamos un poco mal, pero no puedo no llegar, ¿cómo le aviso?
—Y entonces cuál es el problema, baja y ya mañana lo llamamos con calma.
El plural asusta y cautiva. Espero a que el tuétano aventurero o la prudencia sin color decidan por mí.
El tren desacelera para entrar en la estación. Ha parado, las miradas también, fijas, sin desafío. Las neuronas se ausentan, las mías. Agarro mi bolso militar y salto del tren. Nos reímos. Hipnotizada o idiotizada (yo no suelo hacer estas cosas, ¿o sí?), el escaso remordimiento me dura hasta cuando detiene el coche en una plaza mínima.
Vía San Niccoló, leo.
A pocos pasos, el río Arno discurre su historia. Dentro de mí, discurren remordimientos, un pequeño susto…
—Deja esa cara de espanto — me tranquilizan unos labios serenos que salen de la espesura de una barba años ’70.
Subimos a pie por escalones envueltos en frescos borrosos y desconchados, quién sabe si algún día se podrán recuperar, es una lástima, dice pasando la mano cariñosa sobre turquesas albinos.
Demasiado tarde para retroceder. Una enorme llave forjada de abrir castillos separa las dos hojas del portón macizo de maderas añejas, sofás de lino blanco iluminan la vista, un solitario y larguísimo frattino, (de esos mesones muy estrechos y alargados, usados por los frailes en los refectorios de los conventos medioevales), está lleno de libros, fotos, planos, una lámpara Tolomeo, parqué en espina de pescado, con sus entrantes y salientes, un par de puertas.
La cocina huele a silencio de mundo antiguo. A veces muy antiguo. El baño debe ser de la época.
—Perdona, no encuentro el wáter —subo el tono de la voz desde adentro.
— ¿Hay una tabla de madera alargada, la ves? —acostumbrado al comentario.
—Sí, y un hueco.
—Pues eso es —asegura con confianza la voz de la cotidianidad. Me fajo a empapelar la rusticidad de la tabla imaginando, muy a mi pesar, ¡cuántas posaderas han aquí descansado inescrupulosamente!
Mientras mi órbita de remordimientos va debilitándose, Giordano, así dice llamarse, se ha puesto a rebanar pan, rayar tomates frescos, arrancar orégano de su huertecito de ventana. Un aceite verdoso y espeso agua la boca en el medio del mesón de la cocina, al lado de vinos pisados tan artesanalmente que dan ganas de tomar a pico de botella. Ahí se me desabotona el alma en horas de confidencias, convertidas a las 3 de la mañana en labia de abstemios arrepentidos.
Apenas le veo bostezar, se me pasa el atontamiento, puede que haya llegado la hora del resumen de la noche, pero Giordano huele a viejas maderas, libros, tinta china, antiguos frescos, orégano, ¿Qué monstruo puede resultar de un olor así?
—Aquí está tu habitación, tesoro —y abre una de las puertas misteriosas, mientras un gato se desliza llevándose su secreto a otro lado. Una cama altísima, cubierta de linos blancos y crudos, sabanas impecables, un armario de madera antigua, techo de vigas a la vista, esto no existe, sueño, o es una ilusión o es otra de esas fisuras entretiempos. O las 3 cosas. O un mundo paralelo, de esos mundos que se han cruzado muchas veces con mi mundo. O yo nunca me he bajado del tren con un desconocido. ¿O sí?
— ¿Y tú? —pregunto con mis 20 años.
—No te preocupes, me voy a dormir a casa de mis padres. Ahora sí estoy cansado, ciao tesoro, te veo mañana, dulces sueños. Beso en la frente.
La cama mullida me engulle.
Me despierta de un sueño sin sueños, un toque. Una mesita plegable, traída con elegancia fiorentina precede el profesor. Es una nube color miel, tostada, ocre, terra di siena. Zumo de naranja, croissants, con crema, sin crema, más tostados, menos tostados, costra fragante de pan. Corre las cortinas, abre hacia afuera la doble persiana que ocupa toda la minúscula terracita.
—¡Piazzale Michelangelo, tutto per te!
Me siento un pájaro azul, intacto, resguardado por el candor de sabanas inmaculadas, ahora invadidas por migas. Hace un día de oro fundido, nos vamos a catar vinos por las colinas, anuncia. Tengo que llamar a mi novio, asomo, sí, sí, lo llamamos.
La ducha no es tan rudimentaria como el wáter, después de todo.
Su idioma es dulce y caballeresco como esta ciudad. Y esta mañana lleva puesto un aroma tan perfectamente toscano que nos hace saltar en el coche con la alegría de haber disuelto un nudo y me olvido (bueno, ya desde ayer) de arrepentimientos y silencios venecianos, me aflojo sobre el asiento y vivo esta sinfonía.
No me despido, para no saber si voy o vengo, si vuelvo o me quedo. Dejo atrás el pequeño vértigo de unos días robados a la vida, colados en una fracción de tiempo suspendida entre saltar y no saltar del tren, en el silencio de una nota callada, que es donde vive la música. El tren me lleva hacia las hebras deshilachadas de un amor que no ha sabido juntar fuerzas para llegar al futuro. 20 años.
Si la mar se seca
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