Arte y Espectáculos

Sección “Si la mar se seca” por Leila Tomaselli

 

 

«Si la mar se seca»

Bitácora 13

Como viajar al Reino Unido sin pasaporte

 

 Entre lo que mejor se me da esta el querer a las chicas tumultuosas e impetuosas, tan hijas como mi propia hija, especialmente las que padecen el vértigo de la soltería, inundada de atrevimientos y rebeldías y, por eso, por hurgar en los intersticios del mundo, más expuesta a colisiones, tropezones y pequeñas catástrofes.

Se casa en Londres una chica así. Porque el amor ha sido más inteligente que los vértigos fugaces. Y no es que no podamos faltar, es que no queremos.

 

Será porque andaba perdida detrás de un guión que estaba recorriendo con arrojo las fases de un concurso.

Será porque se tiene la idea radicada de que dentro de Europa los comunitarios tenemos libertad de movimiento absoluto.

Será porque nos creemos merecedores de un trato preferente, consentido.

La realidad con sus grumos.

Mallorca, emigración. Un chaparrón con truenos y relámpagos me inunda la vista. He olvidado en casa el pasaporte. Olvidado. No lo he perdido, no lo han robado, lo he olvidado.

No tengo excusa. Si me dejan en tierra lo tengo merecido, donde tengo la cabeza y así me fustigo hasta llegar delante del agente que al controlar mi licencia de conducir y mi certificado doblado y desplegado mil veces, con sus esquinas gastadas, surcado por mil arrugas y reflejos de ojos que lo han escrutado, me desea un feliz viaje.

Me relajo. Estoy a salvo, entonces, ¡no me obligan a volver a casa y perder las risas y los abrazos!

El vuelo llega a Luton, una de las concurridísimas puertas de Londres.

Revisión de pasaportes.

Aplastada por un cielo espeso, fluimos por el rio de viajeros, mi hija lleva su propio pasaporte con naturalidad. Una extraña sensación de que no tenemos a la diosa de los viajes de nuestro lado nos pega en el estómago.

Un estrépito de maletas, una serpentina infinita de niños, gritos, razas dan vueltas como en altamar y acompañan una primera liviana angustia. El mundo cotidiano con sus seguridades se aleja y me aísla en mi neblina.

Nuestro turno. Mostramos a la agente la misma licencia de conducir, el mismo documento de identificación español, con todas sus arrugas.

Passport please.

— ¿Tengo una foto del pasaporte, le va bien?

— ¿Did you loose it? Adivino entre la maleza de una pronunciación llena de perturbaciones. No, no lo he perdido, lo he olvidado en casa, qué sabe uno si están entrenados para detectar mentiras en las expresiones corporales, que seguramente que sí. Mejor la verdad, con sus terrones de piel arada.

Pongo en evidencia mi cabello blanco sulfúrico, pero no hace mella.

Nos dejaron salir de España con esto, explicamos, vuestra línea aérea nos dejó subir a bordo, nos han dicho que era suficiente.

Se cree uno invulnerable.

Pues no lo es. El Reino Unido es caso aparte… Cinco agentes vuelan en enjambre, nos mandan a sentar en el rincón de los acusados, a la espera de que deliberen (nos están entendiendo, que vayan a sentarse, confabulan). Como siempre en los casos de emergencia, otras urgencias se presentan. Me levanto del asiento en busca de un servicio.

— ¿Adónde cree que va? ¡Siéntese!

—Señor, es que necesito…

— ¡Le he dicho que se siente! —interrumpe la voz casi histérica, talvez cansada de ser el cancerbero que no quiere ser. —Voy a preguntar…no se mueva de aquí, —como la última protesta del perro tras dejar de ladrar.

Vuelve asintiendo, baja los ojos para ocultar su humanidad y me muestra un largo pasillo con pasajeros que vienen de algún lugar del mundo. Es buena señal, estoy entrando en territorio inglés. Me disuelvo a cuerpo muerto dentro de ese flujo contrario, sin pensar en nada, con la mente vacía. Vuelvo, mi hija me hace señas que sí con la cabeza.

Nos vamos.

— ¿Adonde? —la pregunta de los momentos cruciales (que significa, ¿p’alante o p’atrás?)

—Nos dejan entrar. —Mientras seguimos hacia el País, un agente le grita a otro — ¡se meten!! El agente bueno nos dice que sigamos hacia Londres, que no le hagamos caso al que grita, qué va a saber él.

Me provoca despeinar al bueno, pero es calvo. Respiro hondo. Estos son anglosajones, no gesticulan como los de mi pueblo.

¿Cómo sucedió este milagro?

Londres nos reserva una cena deliciosa, una noche reparadora, mucha alegría por la boda del día siguiente a la que llegamos tras volver a salir de Londres hacia un suburbio. Podría no estar aquí, sonrío para mí, vivo mi trozo de paraíso prodigioso, eternizado por millones de curvas, pueblitos, árboles que chorrean hojas por la ventisca.

Sabía que sería una boda insólita.

La novia avanza vestida de rojo, la sala divide en dos alas los invitados de la novia que llegan de Australia, Italia, España, (como plantas rodadoras de la diáspora venezolana), de la familia del novio, la enorme estirpe nigeriana con sus colores tradicionales. Entre las dos alas, el enorme hueco de los padres ausentes.

El día siguiente, antes de emprender la vuelta a casa, compartimos con otros afectos (que para mí siguen siendo muchachos) un paseo a lo largo del Támesis, lluvia finísima, bruma vacilante, rio de acero, largos trayectos que dejan ponerse al día en esa humedad de arquitecturas secretas, mezclas de razas y colores, (solo así se puede sobrevivir en esta metrópolis de nubes que únicamente el viento sabe espantar, en compañía).

Luton, con su aire transitorio de preludios y epílogos de viaje, me asesta una puntada en el costado, me preguntarán como entré sin pasaporte, talvez.

Al abordar el último vuelo del día directo a casa, nos retienen.

Hasta que venga un agente, dice el hindú. Y pienso en el milagro que ha sido presenciar el vestido rojo.

Vuelvo a distraerme. Con la mente ausente de esperanzas o plegarias, observo como se llena el avión.

Cuando ya un minuto más sería demasiado tarde, el hindú, que ha estado en el teléfono una buena media hora con las autoridades, cuelga, nos entrega el certificado de identidad ya con surcos, más que arrugas, la licencia y el móvil con la foto del pasaporte y nos indica la puerta para abordar.

Nunca un vuelo a esta isla, que ahora llamo casa, había sido tan calmado y sereno. Una luna completamente roja surge del mar, se repliega en él y emprende la via del cielo.

En inmigración española, el mismo agente (¿o no?) que me había permitido salir dos días antes, nos recibe con una sonrisa, bienvenidas a casa.

Ha sido un hola y adiós, visto y no visto, en el medio, un milagro o dos o tres, con nosotras dentro.

Díganle a los que quieran intentarlo, los milagros eluden las miradas, prefieren tomarnos por sorpresa, sospecho.

 

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