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Sección: “Si la Mar se seca, por Leila Tomaselli”

 

 

«Si la mar se seca»

Bitácora 11

La memoria de los pasos

 

 El recuerdo resbaló rápido, con un esbozo de vuelo,

Como la hoja que acaba de parir la rotativa,

Y se acomodó quieto

Debajo de las imágenes que siguieron cayendo.

(Juan Carlos Onetti)

 La mente funambulista divaga, asocia imágenes con aromas, cruza  fronteras y zonas perdidas, disfruta de la fabulación como de un buen vino, ama el vértigo de cada nueva aventura.

La travesía no ha terminado, será porque nunca termina aunque se llegue a puerto. Las vivencias se acomodan quietas para dar paso a otras nuevas y al final seremos un libro hecho de millones de imágenes y palabras que las nombran para no olvidar.  

Un encuentro. Concertado por la aritmética del mundo.

El tema de este nuevo invento narrativo, aun en embrión, irá desvelándose por sí solo, mientras  la ciudad y los personajes cantan sobre la piel del agua…

A la memoria de los pasos le basta cruzar el puente de la Accademia en dirección a Campo S. Stefano, para desviarse, por inclinación natural, hacia el Conservatorio de Música Benedetto Marcello, subir hipnotizada hasta los salones del piso noble, en busca de alguna señal que indique un nuevo destino en esa mezcla embriagadora de pasado y futuro que es este presente.

Todo sigue igual, menos mis cicatrices, algunas visibles, menos evidentes las más hondas.

De pronto, la aritmética del mundo.   Con la familiaridad que años de estudio en este palacio seicentesco le conceden, los hombros ligeramente caídos por quien sabe cuál carga y un ligero aroma boscoso, camina con los pensamientos sueltos a unos pasos delante de los míos.

Si estirara mi voz podría tocarle, se volvería y sonreiría abriendo mucho los ojos como sorprendido por un súbito vendaval, me diría cuanto tiempo con una leve sonrisa escorada, se acercaría, nos abrazaríamos como dos amigos algo más que amigos, nos despegaríamos para mirarnos a los ojos y volver a abrazarnos. Seríamos, por el espacio de ese abrazo, los muchachos de entonces, cuando no podíamos imaginar que treinta años más tarde volveríamos a abrazarnos en este salón del conservatorio que tantas veces hemos arrollado con la alegría y el gozo y la angustia de nuestros instrumentos, y yo sentiría que querría zafarse ya del abrazo demasiado prolongado, pero seguiría ceñido a mi bajo el nuevo matiz que ahora tienen estos salones, la luz nueva de mayo que, como una previsión, se refleja en sus frescos y estremece la lámpara de araña, tampoco llevo mi oboe ni tú el clarinete, igual nos reconoceríamos.

Me llegarían, en torrentera, el frío de las noches sin calefacción y nosotros apretaditos y arropados, los turnos de estudio en el piso demasiado pequeño, los arpegios infinitos, las notas lluviosas y la inclemencia del metrónomo, uno para los dos, las tormentas de las cosas pequeñas, la levedad de las risas y las partituras por el suelo, los miedos a crecer, las desnudeces del alma. Sin más deseo en el pecho que vivir.  Una mañana de intensa borrasca nos volvimos frioleros y asomó el futuro entre nosotros, con sus preguntas y sus ruidos.

No hace falta estirar la voz, se vuelve, talvez ha escuchado los rápidos de mi memoria, abre mucho los ojos como sorprendidos por un súbito vendaval ¡Nicole, cuanto tiempo! y nos abrazamos como dos viejos amigos, algo más que eso. ¿Qué haces aquí, Nicole? Vuelve el olor familiar. Imposible saber si el de la levedad o el de la rigidez por el futuro. O el de todos estos años de ausencia.

Es bueno verte, Oliver.

Compartimos un silencio roto mientras se empareja el paso. La memoria de andar y desandar los caminos nos dirige hacia la salida del Conservatorio, vamos con la voz anudada y los sentidos atados de cualquier forma a nuestras muñecas.

Cruzamos salones, estucos, arcos y galerías, el patio pequeño, donde aún se respira la presencia de la familia Pisani, señores del palacio.

El silencio habla por nosotros (el murmullo del agua, quien sabe si lo oye). Quedarnos mudos es como vigorizar lo no dicho hace tanto, cuando lo que sucedía no se contaba, se vivía como una melodía más.

Pisamos los masegni de traquita, si es que queda alguno original en los suelos de esta ciudad, y con el aire libre vuelve a florecer la voz. Las células guardan una memoria de elefante. Conocen el destino antes que la voluntad y echan rumbo hacia el bar de la esquina opuesta de Campo S. Stefano.

Su cabello militar estriado de nieves blancas rendidas al tiempo, es un paisaje montano, un estado mental apenas extenuado por el peso de nuevas nevadas.

Estar casados y tener respectivas familias de respaldo sería la mejor tarjeta de presentación para un hombre y una mujer que no se han visto en mucho tiempo. Yo no la tengo. Oliver tampoco.

Un spritz y un prosecco, por favor.

— ¿Sola?

—Una hija de 18 años. De su padre no hay quien quiera acordarse.

Estira la mano, roza el borde de mi bolso como si acariciara la punta de mi dedo. Un fluido intermitente del color de las mareas lagunares se instala entre los dos. Siento que me acaricia, no me retraigo, una sonrisa le invita a seguir secreteando con la prolongación de mi mano. La aparta como si no tuviera derecho ahora, tras haber anegado la desnuda juventud en el olvido de estos canales.

Un poco jóvenes, un poco adultos.

— ¿Y tú, Oliver, solo?

Una cicatriz le surca la frente.

Totalmente solo. Su esposa se ha ido hace tiempo llevándose lejos a sus tres hijos. No le temo a sus pausados silencios, me dan tiempo a oler qué ha hecho con su clarinete, cómo se le ha encorvado la nariz. ¿O siempre la tuvo así?

Su clarinete y mi oboe, sin tarjeta de presentación, como la ausencia de nuestras respectivas familias de respaldo, transpiran olor a pausa, como si todo lo que tiene que ver con la música –y nuestras vidas- estuviera en paréntesis.

— ¿Y si formamos un dueto?—la mia ha sido una tempranera pregunta lagunar.

Me alejo con andar de cangrejo. ¿Porque no? leo en sus labios.

Como el día es luminoso, empieza a hacer un día así dentro de mí, la ciudad sonríe conmigo, la vida puede tener nuevos inicios.

 

 

Si la mar se seca

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