Turquía: El último Otomano 1/4
Antes de dormir, las pequeñas historias que conforman el mosaico de mis recuerdos piden ser contadas. Al amanecer desaparecen, pertenecen a mis espacios nocturnos. Honrando su presencia las comparto con ustedes, poco a poco, a su propio ritmo.
El último Otomano
Estambul, 2013. Dos periodistas, un cámara y mi persona como fotógrafa hemos sido invitados por el gobierno turco para realizar un documental con el fin de promocionar el turismo. Antes de viajar una amiga me dijo “sigue los olores y los colores de Estambul y así conocerás a la verdadera Turquía”. Agrego los sonidos pues al entrar en la ciudad, cientos de mezquitas llaman a la oración vespertina, inundando los espacios de esta urbe transcontinental tan particular que empieza su lento descenso hacia la nocturnidad. Poco a poco aparecen las luces, testigo de que Estambul vive sus noches como cualquier gran metrópolis.
Cierro los ojos y las palabras de mi amigo Ertuğrul Osman retumban en mi cabeza: “No puedes visitar Turquía sino de mi mano”. Lástima que no sucedió así…Mi “guía” murió a los 97 años en Estambul en 2009. Ertuğrul Osman V, cabeza de la Casa Imperial Osman y nieto del último sultán, Mehmet VI …lo llamaron “el último otomano”.
La llegada de Kemal Atatürk marcó el fin de un imperio que duró más de seiscientos años. Cuando en 1922 la familia imperial comenzó su largo exilio, Osman tenía apenas diez años; Estoril primero, luego Roma y finalmente Nueva York. Vivía en un modesto piso de dos dormitorios ubicado en 3rd con Lexington, encima de una pista de patinaje en hielo y por el que pagaba el insólito alquiler de 350$ al mes. No tuvo descendencia y curiosamente fue monógamo porque según me decía con su particular sentido del humor, “mantener un harén es muy costoso y cuando decidí eliminarlo a la muerte de mi padre en Roma, las mujeres del harén no sumaban, entre todas, menos de quinientos años”.
Durante 82 años vivió en el exilio, negándose a aceptar el ofrecimiento del gobierno a regresar como “nacional turco” …hasta que la cercanía de la muerte lo llamó de vuelta a la tierra que en el momento de su nacimiento aun se conocía con el nombre de Constantinopla, centro del gran Imperio Otomano, obra de sus antepasados. Al aceptar el pasaporte turco, el hombre a quien los amigos llamábamos cariñosamente “Os”, tuvo que inventarse un apellido para cumplir con la legalidad.
De vuelta al 2013, a pesar del cansancio que empieza a calar, salimos a recorrer las callejuelas adyacentes a la plaza Taksim. Cantidad de restaurantes y pequeñas tiendas, instalados a ambos lados de la calle, acompañan a un río de gente que compra té y dulces turcos. Atraída por el olor a carne asada, algunos compran sus Döner Kebap y siguen camino, otros cumplen con la acostumbrada tertulia al caer el día.
A la mañana siguiente, el Bósforo me saluda. Una solitaria gaviota sobrevuela la ocasional embarcación mientras atraviesa un cielo pintado de oro y rosa; quizás por ese mismo Estrecho que fue testigo de Jasón y los argonautas en su lucha contra Las Simplégades. A medida que sale el sol, los dorados del cielo se trasladan a la ciudad, aparecen más gaviotas y aumenta el número de barcos. Hoy, más de quinientos barcos surcan sus aguas un día cualquiera, muestra fehaciente del creciente comercio que transita sin cesar por este privilegio geográfico a caballo entre Europa y Asia.
Disfruto de mi primera taza de café turco. Cierro los ojos, la algarabía de las gaviotas es ensordecedora. En su impecable inglés oxfordiano, el último otomano, caballero de ojos rasgados y sonrisa fácil, me da la bienvenida a Estambul. Estoy segura de contar con su compañía durante los quince días que durará nuestro viaje a Turquía.
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