«Si la mar se seca»
Bitácora 9
Guionistas en Córdoba
Al-Ándalus, el reino de la supervivencia.
¿Quién si no los andaluces nos han enseñado a los venezolanos la improvisación de la letra poética, el cumplido ingenioso, la pasión generosa?
A la puerta de Almodóvar me trae el apetito de una inmersión total en el mundo del guionismo. Juegos de agua y de ficción entre los contrafuertes cordobeses se apoderan de todos mis sentidos. Y dejan huella.
Es naufragio en los contrafuertes de la Sierra Morena, sin heridos ni pérdidas que lamentar.
Entre colinas infinitamente verde oliva, que son como maqueta de jardín, el autobús, que ha salido de Granada, trepa por la ruta del Califato. Me entrego a los olivares, a las atalayas en las colinas, soy verde gris, soy guerrera, me baña el esplendor de las hablas babélicas cordobesas por el tránsito del aceite, haciendo la ruta inversa a la historia.
Aceite de oliva (el andaluz, el favorito de los romanos del imperio), junto a senderos mágicos, iglesias y calles empinadas, pueblos amurallados para el asedio o la defensa, me encuentro en el ombligo de un Reino oriental que sigue al Dios del agua entre las sierras. Oteros áridos punteados siempre, hasta donde abraza la mirada, de árboles geométricos, organizados como pequeños ejércitos custodiando promontorios y castillos, alcazabas, fortalezas medio árabes y medio cristianas que se asoman desde las cimas de las montañas, me encuentran con otros pasajeros que recorren esta ruta del comercio en su andar cotidiano por costumbre familiar. Van hasta Córdoba o se apean en algún pueblo del medio.
El calor exuberante siega el paso expedito. Cruzo la puerta de Almodóvar hacia el casco antiguo. Nos reunimos en la plaza de Yehudá Levi, poeta hispano hebreo, según vamos llegando al curso. Mientras la congregación es aún de pocos y la limonada baja ligera, empiezan a hilarse como tema de guión historias de amores que entre estos muros suenan a tropiezo, a lanza, a fuga.
La singular idea poética de que la redención del pueblo judío transitaba por su retorno a la tierra prometida amplifica el antiguo eco de esperanzas mesiánicas, la lengua se suelta, sueña con grandes historias de almas y tierras prometidas, es la fascinación del lugar, los ojos que siempre miran hacia arriba enloquecen, esta vez, mirando al suelo los arabescos de canto rodado, mientras la temperatura, al caer el sol, pasa de 42 a 35 grados y la llamamos frescura de la noche, el sereno de la Córdoba veraniega.
Desayuno frente a la universidad en una placita en pendiente, también de cantos rodados, tras una noche de aire acondicionado de alta velocidad.
Un delicioso pan torrado con aceite de oliva y tomate triturado se comunica a través de su palidez, descubro en un vuelco emocional, con el pan de la isla Margarita, blanco y siempre sobado por la humedad costera. El pan de la sierra debe estar sobado por otros extraños secretos nocturnos que transitan de las islas a las sierras cuando los aires acondicionados nocturnos dan lo mejor de sí y no pueden escucharse los pasos sigilosos.
Universidad, curso de guionismo, agenda apretada, no tan empedrada como las calles que me llevan a ella. Almuerzo sobre el muro exterior de la mezquita mientras un aliento ardiente cierra el paso de aire a las fosas nasales.
Pido tortilla de patata que aquí es colosal.
Cómo le harán, pregunto, para que cocine por dentro, el hombre detrás de la barra me mira con expresión de ya, y yo soy tonto, te voy a contar mi secreto, se ríe, me sirve una tajada que llena el plato de plástico. Voy a derretirlo sobre el muro de piedra de la mezquita que uso de mesa y donde apuro el último bocado para buscar frescura artificial.
La hora del burro. Esa franja horaria entre las 2 y las 5 de la tarde, en la que cualquier pensamiento sale despavorido, quema los entusiasmos del saber y todo el ser se dedica, en la quietud del descanso, a bajar la temperatura corporal que ahora la exterior va en ascenso, ya por los 42 grados. El olivo no necesita irrigarse, el humano sí. De nuevo curso y cena entre sudores y emociones.
Un viejo cubano acaricia su guitarra. —Señor, ¿qué hace usted aquí tan tierra andaluza adentro? —pregunto. Cuando se tiene pelo blanco se merece uno, cubano o no, todo un respeto. Se ríe, al son de su guitarra le canta su nostalgia a Cuba y a Venezuela y es garganta cerrada.
A las 3 de la madrugada la canícula nocturna no deja dormir por. Salgo a pasear por el barrio de la judería en compañía de una mujer colibrí que ha dejado el grupo para pisar los antiguos adoquines con su liviandad, disfrutar la hora trasnochada y solitaria y transitar un trozo de historia por la Calle del pañuelo, adivina porque la llaman así, no sé, pues porque ¿ves aquí lo cerca que están estas paredes? Es tan estrecho que tiene el tamaño de un pañuelo. El estrangulamiento de la callecita esconde el resto de un callejón con un par de puertas de madera y un diminuto patio donde el colibrí suele venir a pensar tras las extenuantes actividades lúdicas que organiza para los futuros guionistas.
El típico trazado islámico, un laberinto de pequeñas calzadas que acaba en callejones sin salida como el del pañuelo. O por las vías secretas de adarves, trincheras cavadas en la muralla, protegidas del exterior por un parapeto fortificado que permitía a los centinelas hacer el paseo de ronda sin ser vistos. No he podido dar con uno, deben tener entradas recónditas.
La noche es grata, los adoquines rociados de agua reflejan las farolas amarillas, me despido de la mujer colibrí.
En el silencio, murmura el agua en los jardines de los reyes cristianos.
Si la mar se seca
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