América del Norte Arte y Espectáculos

Sección: «Storytelling a la Carta por Luisa Himiob»

Doña Carmina y su extraño proceder

¡Advertencia! Humor muy negro. Not for the faint of heart…

 

Doña Carmina quedó viuda y sin hijos a los setenta y dos años. Era una mujer absurda que vivía en un pueblo absurdo, lejos de la ciudad más cercana pero que contaba con una catedral –pequeña en dimensiones pero catedral al fin- para sus escasos 287 habitantes.

Viuda, sin hijos y muy rica. Nunca supo ni le preocupó saber en qué pasaba sus días su marido ni de dónde provenía su fortuna. Eso sí, todos en el pueblo se mostraban muy deferentes con ellos cuando se cruzaban en la plaza central, en la catedral los domingos o en la farmacia, lugar de reunión y chismorreo de este pueblo tan insólito dónde el café de la esquina estaba casi siempre vacío y la farmacia abarrotada de gente.

 

La “fortuna” heredada –apartando la casa solariega y los campos donde se cultivaba una cosecha muy exigua de olivas que apenas daba para el consumo de aceite del pueblo- la encontró Carmina el día en que decidió vender el escritorio de su marido. “Hay que salir de este armatoste, Joaquín”, le dijo Carmina a su mayordomo. “Ocupa mucho espacio y ya no tiene sentido alguno”.  Si no fuera por su excesiva obsesión con la limpieza, la dama nunca hubiera descubierto el botín, pues a todo lo largo del inmenso escritorio había un doble fondo que al abrirlo, en la habitación sólo se oyeron los aaaaahs! y ooooohs! de Carmina y Joaquín. Pacas y más pacas de billetes, unas sobre otras forraban el fondo del mueble. “¡Imagínate, Joaquín, si lo hubiera entregado sin limpiar!”

 

Paulatinamente, Carmina fue encerrándose en su casa con su mayordomo, la mucama, la cocinera y la pareja de mastines que la seguían de habitación en habitación. Empezaron a tildarla de excéntrica, calificación que pasó de solo excéntrica a excéntrica y loca, cuando al morir uno de los mastines, decidió embalsamarlo y accionar una cinta grabada con los ladridos del perro para que éstos retumbaran en la casa al sobar ella la cabeza del animal.  La hembra viuda corría a esconderse cada vez que esto sucedía pues el simple concepto de vida y muerte había quedado para siempre trastornado en su cabeza.

 

A medida que fueron pasando a mejor vida los animales de la granja –naturalmente no todos, solo los más queridos- Carmina fue haciendo lo mismo. Los embalsamaba y accionaba los sonidos propios de cada animal cuando mejor le parecía.  Ella misma limpiaba el corredor donde se encontraba tan curioso zoológico, pues ninguno quería hacer esta faena, y persignándose declararon que si se empeñaba en obligarlos, empacarían sus maletas y “hasta ese día le trabajamos”.

 

Con el tiempo, encargó una cónsola a un conocido estudio de sonido de la capital para así poder reunir todas las grabaciones que había acumulado. Cuando el técnico que envío el estudio quiso comprobar su instalación, tuvo que pellizcarse para saber que no soñaba. En vez de música, cada pista reproducía un ladrido, graznido, ronquido, rebuznado y resoplido.

 

Pero su enajenación de la realidad iba creciendo al mismo ritmo que la preocupación de los habitantes del pueblo, pues su locura no se limitó a su espacio sino que comenzó a comprar las casas y granjas aledañas y a enriquecer su cónsola con los sonidos que alguna vez hicieron sus habitantes.

 

Un buen día le dijo a su mayordomo que averiguara cuánto costaba la catedral pues “ya que la tengo en frente… construiré además un camino de piedra que lleve de la casa directo a la puerta de la catedral.”  Joaquín -quien a medida que su excéntrica ama había ido empeorando de la azotea acumulaba tics de la más variada especie- ahora dio rienda suelta a los mismos, y mientras un ojo guiñaba sin cesar, las cejas subían y bajaban y la boca se torcía ahora en un gesto de puchero y otras veces en una sonrisa a medias- trató de razonar con ella. “Señora mía, ¡las catedrales no están en venta! Son para el pueblo, para el recogimiento del espíritu”.  “¿Y yo qué soy? ¡Anda! ¿O es que no soy pueblo yo también? Y por si no se ha dado usted cuenta, Joaquín, de a un poquito por aquí y otro poquito por allá he ido comprando el pueblo entero. Así es que, dígame usted, ¿por qué no la catedral? Además, me gustaría añadir a mi colección de grabaciones el hermoso tañido de sus campanas y así no tendré que esperar a que sea domingo, sino que las podré escuchar cada vez que me plazca”.

 

Y así, un día se hizo doña Carmina con la catedral. El pueblo ya no era, se habían marchado sus habitantes a medida que ella los compraba.  Quedaban ella, sus nuevas posesiones y su espléndida cónsola que accionaba con la misma devoción que probablemente sintió Bach ante el órgano de su iglesia. 

 

Mas a medida que compraba casas y agregaba los más variopintos sonidos a su cónsola, se hizo cada vez más evidente  que su intención inicial de no quedarse sola había resultado …en todo lo contrario.

 

 

 

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