Sección : «Si la mar se seca por Leila Tomaselli»
«Si la mar se seca»
Bitácora 8
Bertinoro y la iglesia de Carlo Magno
A la Romagna, esa llanura afrutada que se extiende al sur de la laguna veneciana, le basta con asomarse a mi memoria para desprender un regusto a zapatos de patente y viñedos.
Escapando de los nazis, se había refugiado mi imprudente abuelo, con su esposa y mi madre (antes de ser mi madre), en un pueblo anónimo, o eso creía, de la campiña romagnola. Había rentado ahí un piso grande con vista a la plaza, desafiando los rumores sobre el exterminio nazista (y eran muchos los que no daban crédito). Fueron capturados y llevados a rastras al tren de la muerte.
Tumbados los tres en el suelo, a mi joven madre se le habían deslizado los ojos taciturnos hacia los zapatos de patente con los que la habían apresado, tan desentonados ahora con el óxido y el sofoco de aquel vagón que parecía avanzar siempre al borde de un precipicio.
Había sido una tarde en que Leo, su entrañable amigo Leo, católico y con libertad para ir y venir, había querido hacerle olvidar el fragor y los delirios de la persecución racial regalándole aquellos zapatos adorables. Y lo habían celebrado con un amable Albana, el vino de Bertinoro. Así es Leo.
Con la noche ya a medio hacer, Leo conduce sonriendo por la cuesta de la colina, con cuidado porque está nevando. Sonríe, su boca tiene la forma de la sonrisa, no lo puede evitar, aunque pase tres días a la semana en diálisis y llegue traslúcido a casa.
Igual da, la expresión sigue ahí pintada.
Él y su joven mujer bohemia han adquirido una iglesia carolingia, de cuando Carlo Magno andaba conquistando los parajes. Una verja de hierro cierra el paso, iluminada por débiles farolillos, dando tiempo a un pastor maremmano de acercarse meneando la cola. Peludo, enorme, totalmente blanco.
Es un buen pastor, no temas, aseguran.
La puerta de casa está abierta, quien se va a atrever con la enorme criatura de guardia. Hace frío, la cocina se hace refugio de pecadores, bebedores de licor de castaña y de antiguas cepas de Albana, de pastores maremmanos y de recién llegados.
Exánime, Leo se retira al piso superior donde se encuentran las habitaciones. Mañana, con la luz del día, me mostrará el resto, asegura. Por hoy, abriendo una puerta hacia el vacío y encendiendo una linterna, me sirva de abreboca el espectáculo.
Un abismo. Vértigo y espanto.
Me atrevo a mirar bien. Es una iglesia carolingia sin restaurar, el ábside, irreconocible, esta como lo dejara la desolación de Rosamunda, sospecho, rebosante de volátiles que despegan de cornisas erosionadas para columpiarse entre telarañas y candelabros, de roedores de toda índole que corren a ocultarse del cono de luz y de otros bichos furtivos.
—En aquel rincón, ¿ves? una familia de mapaches. No hemos podido restaurar esta parte gracias a unas cuantas copas antiguas, cajas labradas y otros hallazgos históricos por lo que Bellas Artes nos ha taladrado a preguntas y obstaculizado las labores de reforma, solo hemos restaurado esta zona de la antigua sacristía donde vivimos cómodamente.
Espíritus nocturnos deben salir de este averno ceniciento, cerremos por favor. Mejor de día. Pasmada, me aseguro de que el precipicio quede bien clausurado.
Para alejar el espanto, pregunto al tio Leo cual es el origen del nombre de Bertinoro. Porque Leo también es tío, por aquella pequeña orfandad que siempre acompaña los hijos de emigrantes.
—El origen es casi mitológico. Unos dicen que los Brittains trajeron las uvas, otros, más poetas, creen que Galia, la hija de Teodosio, al beber el vino de estas colinas, haya dicho para la posteridad: “No tan humildemente debería tomarte, sino beberte en oro (berti in oro), para homenajear tu suavidad”. Otros magos hablan de Rosamunda y del cáliz en oro en el que le hicieran beber la sangre del padre.
Yo he visto a Rosamunda más que a los británicos.
¡No te confundas de puerta! Apunta el tío Leo al retirarse. El blanquísimo pastor de rebaños, persigue sus sueños de caza alla por las laderas, no tardará en convertirse también en nieve y pronto se borrarán hasta los puntos cardinales.
En la mitad de la noche, el exceso de vino embriagador me obliga a levantarme, trato de prender la luz para enfilar la puerta del baño contigua a la del abismo, no alcanzo, ¡pero estaba aquí anoche, ¿o no? hasta tomé la medida con el brazo para evitar esto!
Algo estalla, se hace mil añicos.
Con pena y de carrerilla, atenta a no romperme los pies con restos de bombilla o lo que sea, alcanzo la puerta correcta y vuelvo con la urgencia de borrar el suceso bochornoso, antes de que entren los sueños carolingios.
Me despierta el ladrido baritonal de Torquato. Me acerco a la ventana empañada, parece que se la lleva un movimiento descendiente, lento y adormecedor. Colinas blancas, cielo blanco, copos grandiosamente blancos, la candidez de Torquato cubierto de nieve. ¡La lámpara! Giro el cuerpo circunspecto hacia el interior de la habitación, busco, investigo, controlo el suelo, analizo. No hay rastro de nada.
El rumor casero de cubiertos me guía hasta la cocina, hoy la sonrisa del tío Leo encaja con un mejor semblante.
— ¡Buongiorno! ¿Cómo has dormido?
— ¿Io? Bene grazie…e voi?
—Nosotros siempre bien, por suerte, Torquato nos protege.
¿Rumori stanotte? pregunto cauta. ¿No han escuchado nada?
Todo perfecto, la diálisis le dejó frito. Sonrisa.
Lo he soñado todo, ya está, no pasó nada.
Medias verdades son mentiras absolutas en el mundo de la relatividad. Ahí lo dejo.
La redención viene esa misma mañana cuando, camino a la Rimini de Fellini, la nieve sigue cayendo silenciosamente sobre la mar, la arena se cubre de blanco, lamida por lenguas de espuma, espectáculo sin espectadores. De una singularidad sobrecogedora. Nunca había visto la nieve caer sobre el agua encrespada del mar. Y hacerse agua.
— ¿Quieres quedarte un par de días más? ¡Nos encantaría!
Debo seguir camino o me convertiré en nieve, agradezco la invitación.
El tío Leo sonríe. Sueña con ir a la expo de Ámsterdam el próximo fin de semana, entre diálisis y diálisis.
Si la mar se seca
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