«Si la mar se seca»
Bitácora 7
Se me ha caído California del corazón.
¿Apagón del alma o llamada, disfrazada de tedio, a seguir la travesía?
El ritmo del acontecer sabe cuándo debe avanzar.
Con Barcelona in my mind, dejo viñedos, correcaminos, coyotes, arañas voladoras, rocas torneadas por el mar y nubes del desierto (un nombre poético para la ruedamundos o corredora del desierto, esa planta errante de las películas del lejano Oeste) que, sin aparentes signos vitales pero viva, emprende su viaje de soledad y destierro, enloquecida por el aliento estepario.
Me deslizo por los caminos trasnochados hacia San Diego. Abandono el carro arrojando la llave por la rendija de los early birds, los que llegan temprano al mecánico, muy temprano. El silencio y el frío y la negrura de la madrugada de un 14 de febrero (que no siempre es día de enamorarse) escarchan los huesos. Y el alma. Y el crujido intermitente del corazón. Recoge mi maleta con un ‘morning’ fantasmal el autista del shuttle contratado para llevarme al aeropuerto.
Al sobrevolar San Francisco, veo por primera vez el Golden Gate a vuelo de pájaro. Un caramelo sin azúcar. Desde el ‘69 le tenía ganas. Un sueño tan macerado que ha fermentado.
En una embarcación no conviene distraerse del destino, se ha de estar atento a la ruta, a los vientos, a las furias y sirenas y a todos las designios que confirman el buen rumbo. No vaya a suceder que con la oscuridad confundamos alguna isla con un monstruo marino.
Fragmentos de mundos, de instantes pasados y futuros, distorsionadas memorias se filtran por las grietas para saber que han existido, para recordarme que mi vida está llena de mar y de sol, de iridiscencias, de confusas identidades, de destellos líquidos, de fantasmas cristalizados. Para recordarme que debe haber una secuencia temporal en los eventos porque la embarcación parece ir hacia adelante, pero ¿y si estuviéramos navegando en círculos? ¿O en sentido retrogrado como Mercurio?
Mar y marejadas
Aquí la vida se repite sin tiempo, como si el tiempo aquí morara y no quisiera huir. Y cuando los vientos rugen contra las rocas, vienen a socorrernos los sueños, las divinidades marinas que ahí eternamente viven, eternamente mueren. (Elsa Morante)
El mar Caribe y el Mediterráneo comparten ribera. Un largo puente los une, el que cruzan a diario los de dos patrias, con añoranza de una costa cuando se encuentran en la otra. Debajo del puente corren aguas profundas en perpetuo movimiento, llegan los mares a tocarse pero no a fundirse en una sola agua ni a fraternizar con las aguas sin el menor deseo de compartir, no digamos heredarla. (I. Padilla).
Una herida de discordias que no terminan de amistarse. Aunque puede que simulen en superficie una separación de tonalidades y que en profundidad estén muy abrazados.
Se alternan, en el paisaje y en los sentires, espesura y sequedad según la lluvia arrecie en densos telones o se desplome la gota solitaria, caída por equivocación, bebida por la tierra y desaparecida en su sed. Se desprenda por fin del cielo la llovizna latinoamericana, tenaz y pegajosa.
De este mare nostrum mediterráneo, cuanto más se habla, tanto más se manifiesta, no su evidencia, sino su arcano.
Es una hendidura en la que empezaba y terminaba la civilización que eran muchas civilizaciones, el non terrae plus ultra, una estrecha lengua líquida de la que se han recortado nombres autónomos, el Egeo, el Adriático, el Tirreno, el Ionio, el mar de Alborán, por una isla, que brota desnuda frente a Gibraltar, de suelo árido, viento levantino y aves exageradas. Al Borani, como los turcos llaman la tempestad, era corsario tunecino que, como caimán en boca ‘e caño, tenía la isla mínima de Alborán por base de operaciones para el saqueo de naves cristianas, a la vez que protegía las suyas de las inclementes tormentas de aquellas aguas de transición. El fantasma de un faro abandonado a su destino sigue haciendo su trabajo de alumbrar, las gaviotas hacen el propio de graznar enloquecidamente sobre los acantilados.
En las orillas del Mediterráneo hunden sus raíces civilizaciones de las más diversas creencias. Desde la prehistoria no han dejado de odiarse, invadirse, conquistarse, perder territorio y reconquistarlo, esclavizar, integrar, destruir. Con la complicidad de la naturaleza humana que levanta murallas, fronteras, dolor y perversión.
En estos mares que son un solo mar desembocaron, traídas desde lejos, las semillas del trigo, de la vid, (¡con que elegante liviandad aprendieron los sobrios etruscos a macerar la uva!), del olivo, para cambiar la cara de las culturas. De la antigua magia de las divinidades del sol, del viento, del mar y del tiempo, que aquí eternamente viven y mueren y renacen en sí mismos, quedan de testigos las islas, los acantilados y las montañas, los ancestros, las metáforas, las historias, las migraciones, sueños, ignominias y como no, heroísmos y generosidad del hombre y de la tierra, porque nada existe sin su opuesto.
El Mediterráneo, desde sus escarpados litorales o a flor de agua, igual le da, se deja penetrar, más amable hacia el levante. Aunque las furias estén al acecho día y noche, las islas resisten vientos de levante, sol abrasador y agua del cielo, mar y marejadas.
La realidad aquí no es sino un hechizo.
Mi hija prefiere España a las costas del Pacífico californiano. Comparte aquí el pálpito idiomático, el origen del sentir. Florece entre las catedrales de Barcelona, se pierde en las sidras de las noches del barrio gótico, ríe y se hace mujer. Ama, sufre, llora, es feliz. Se mezcla con todas las nacionalidades.
Pero en el fondo, nos gustan las ciudades pequeñas, a medida humana, con un buen aeropuerto para echarse en cualquier momento un baño de multitud, si apetece.
Mallorca se enreda con Margarita, Porlamar con Palma, en nuestras almas conviven felices sin importarles la confusión de mar ni de paralelo.
Si la mar se seca
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