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Sección: “Storytelling a la Carta”, por Luisa Himiob

 

La Ventana del Tiempo

 

¡Cuántas conversaciones quedan atrapadas en nuestra memoria a la espera del momento oportuno para hacerse presentes y recordarnos sus mensajes! Y así hoy dos sabios vienen a mi rescate.   Uno, psiquiatra, Junguiano y humanista me dijo un día, “somos nuestras historias; sin historias no hay identidad”.   El otro, geógrafo y perenne enamorado de la magnitud y escala del continente americano, me transporta con sus relatos a la magia que encierran los espacios naturales que conforman esa masa de casi 44 millones de kilómetros cuadrados, ocupando una faz de la Tierra, casi de polo a polo.

Como una gran bitácora de viaje que se cuenta en milenios, los relatos de grupos sociales que existieron mucho antes de la palabra escrita nos permite entrever su proceso evolutivo y organización.  Así, el relato de hoy se centra en esa majestuosa altiplanicie al sureste de Venezuela conocida como la Gran Sabana, -espacio anfitrión de misteriosos tepuyes y ríos de aguas negras y poderosas-, que vio registrada su memoria en las historias que conformaron la tradición oral pasada de padres y abuelos a sus hijos, de siglo en siglo.  Sin ellas nos hubiéramos visto robados de un inestimable tesoro de información sobre qué vestían, cazaban, comían, de cómo criaban a sus hijos, de las enfermedades que padecían y los brebajes medicinales preparados por los chamanes de las tribus, de cómo interactuaban con la fauna y la manera en que enfrentaban las condiciones climáticas de la región.  Es esta curiosidad la que me lleva a acercarme a la ventana del tiempo pasado.   Al abrirla me percato que ahora debo ser yo la relatora de la escena que se devela ante mí. Tiempos paralelos, separados por unos 1000 años…

 

Apenas despunta el alba y un grupo de mujeres aviva el fuego que se ha ido apagando durante la noche. Ellas son las custodias del fuego, aseguran el alimento y crían a los hijos hasta que las hembras se incorporen a las tareas  del hogar y los varones se hacen hombres. Antes de emprender las tareas del día, se sientan en círculo y en silencio honran a la matriarca recientemente fallecida.

 Están solas. Los hombres llevan varios días fuera, en la densa jungla, buscando la lapa, el mono, el venado, la danta. Llevan en sus mentes el mapa cantado por el chamán, las descripciones de los ríos, las montañas, los parajes de la selva, las estrellas, van por ello orientados. Deben apurar el paso pues el aire está cargado y saben que no está lejos la época de las lluvias, entonces deberán cuidar y recoger lo sembrado.

Las mujeres tienen bien definida sus responsabilidades. La mayor es resuelta e independiente, armada de una voz ronca que pretende aparentar disciplina, es la encargada de atender a los críos. Recuerda al grupo de la próxima primera gran lluvia, la época de las hormigas comestibles y los gusanos de la palma moriche. A su lado la sigue la chica de la risa fácil, risa que no logra disimular la sabiduría intuitiva que reflejan unos ojos verdes, tan claros y diáfanos que las llamas los usan de espejo.  Trabaja sin cesar con una compañera, a la luz de la hoguera; mientras hablan, tejen juntas un sebucán para exprimir la amarga yuca.

Todas son de pequeña estatura, salvo una. Tiene una energía desbordante, contagiosa. Habla atropelladamente con gestos amplios, histriónicos. Le gusta abrazar continuamente, toda oportunidad es bienvenida. Es hacendosa y busca crear cuencos y experimentar con pigmentos que le servirán para  teñir de color los utensilios.

La más joven tiene un temperamento temerario. La curiosidad y un espíritu aventurero la impulsan a emprender largas caminatas, lo que no deja de preocupar al resto del grupo pues la naturaleza que les rodea, aunque majestuosa no está exenta de peligros. Tiene una especial habilidad, por todos apreciada, cazando los deliciosos lagartos cuando comienzan los incendios en la sabana. Además, ha descubierto dos panales llenos de miel en una gran ceiba muy lejos de la aldea… y la huella de la zarpa de kaikutsé, el jaguar.

Hablan todas a la vez, salvo una de cabello oscuro y mirada fuerte. Es Amay, la responsable de asegurar el equilibrio espiritual del grupo. Funge de curandera auxiliar ya que el hombre sabio de la aldea ha ido a la reunión ceremonial de chamanes y no se le espera en varias semanas. Custodia ahora la preparación del potente veneno para las flechas y el barbasco de la pesca. Es organizada y no admite intrusiones en el espacio donde se hace el casabe y prepara sus brebajes de hierbas medicinales. Cuenta a sus jóvenes ayudantes la historia de Poyinka-wepue, el riachuelo que baja de la montaña encantada, residencia mística del brujo Sororopán. Llenarán un cántaro con agua mágica del río y recogerán algunas lianas, raíces y semillas que necesitan. Mas deben ir con cuidado: el riachuelo es de Poyinka y sus congéneres, cerdos selváticos báquiros, fieros y reacios a compartir su espacio con otras especies y especialmente con los humanos.

Cada una se ocupa en su faena particular hasta que el atardecer anuncia su proximidad; las actividades de la tribu son regidas por el sol y la luna. Al caer el día regresan los hombres con sus presas al hombro. Nuevamente, a la luz de la fogata, unos y otros comparten historias.”

 

Mientras tanto, yo debo regresar al siglo XXI y con pesar dejar atrás las historias y secretos de las mujeres del círculo del fuego.

 

 

 

Barcelona, 28 de mayo de 2018

 

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