Si la mar se seca, por Leila Tomaselli. Bitacora 30 – Dispepsias Paralelas
Si la mar se seca
Extracto
Bitácora 30
Dispepsias Paralelas
Los humanos no estamos diseñados ni para el triunfo ni para la derrota. Tampoco nos consuela la idea de una vida tranquila y discreta, sin euforias ni tragedias.
Sergio del Molino
Ni lo uno ni lo otro, ni todo lo contrario.
Pero que no nos falte la emoción. ¿Quién podría vivir una vida sin emoción?
Sin ella la vida no ocurriría.
No asombra que, sea el contenido de los relatos mínimo o extenso, de eterna espera o de secuestros, de naufragios o incendios, solo son bienvenidos aquellos en los que salta de las líneas la emoción de quien ahí sangra, o llora, las letras que vienen del lugar donde se fraguan.
Tal vez, de faltar por momentos ese aletear, lo único que podría comparársele sería la ironía, la tragi-comicidad o lo absurdo, argamasa de nuestra cultura.
He de confesar, a corazón quitado, que en mi mesa de trabajo fermenta la emotividad de algunas historias que guardo con mucho esmero para no estorbar su crecimiento y su futuro desarrollo.
Algunas no saben estarse quietas y asoman por aquí en algún momento de desatención.
Los comensales comían y bebían las alegrías y las lágrimas que Tita había reído y llorado al preparar turrones, faisanes, codornices en pétalos de rosa. Estallaban copas, se prendían en fuego pasteles, pasiones se excedían, arcadas se desaguaban. Y es que Tita había sido literalmente empujada a este mundo por un torrente impresionante de lágrimas que se desbordaron sobre la mesa y el piso de la cocina.
Su inusitado nacimiento determinó el amor por los fogones y por las lágrimas que ahí se derraman por culpa de la cebolla. La verdad es que con la cebolla uno sabe cuándo comienza a lagrimear, pero no cuando termina por que, al tiempo, el lagrimeo se junta con lágrimas que esperaron largamente guardadas en lugares donde el alma se atasca la cebolla propicia para salir en desbandada.
Y no sabe uno cómo parar.
A la única a quien los platillos de Tita procuraban retorcijones y nauseas, fuera el que fuera el estado de ánimo con el que se preparaban, era su hermana Rosaura.
Sería porque se había casado con el novio de Tita. Y eso no se le hace a un amor de dos.
Rosaura muere entre terribles vapores irrespirables debidos a una dispepsia pútrida (adjetivo que no tiene definición elegante), un castigo acorde a su luciferina alevosía.
Con paralelismo asombroso, la dispepsia pútrida (que, con los últimos atracones literarios, no recuerdo cual autor ha hecho resonar en mis fibras nerviosas) también atacó a mis dos tías abuelas.
De los 20 hermanos y hermanas de mi abuela (ay…), dos de ellas, Ágata y Noemí, no habían querido estudiar ni casarse. Porque le temían al amor, porque no querían separarse, porque implicaría un gran esfuerzo, o por las tres razones juntas. Tampoco habían dado pruebas de un espíritu emprendedor que les permitiera valerse por sí mismas. Había decidido entonces el progenitor juntar las dotes que les pertenecían para montarles una pastelería, que debió parecerle la lógica desembocadura a las naturales inclinaciones de sus hijas.
A las perdidas, no morirían de hambre. Les asignó además una suma extra que les alcanzaría para vivir con decencia y asegurarse la materia prima, sin tener que contar con las entradas de la actividad (un decir).
Las imagino echándose la una a la otra los cuentos de amores y desamores inexistentes mientras amasan pasteles y rosquillas (quién sabe si morcillas y chistorras entraban de contrabando para diversificar su alimentación) y comer y beber con sonrisas o con lágrimas, según el final. O con risitas alborotadas, por el encierro voluntario al que se habían sometido, digo.
Cuando llegó a su fin el capital asignado, las tías-abuelas se esforzaron mucho por hacer de la pastelería un negocio provechoso, pero para ese momento la dimensión de sus humanidades era inversamente proporcional al tamaño de sus cerebros, los movimientos lentos y la mente lerda, que el azúcar, se sabe, no ayuda en nada a la función intelectual. En pocos meses las dos hermanas, náufragas en su propia tienda, trancaron las contraventanas, aseguraron las persianas, corrieron las cortinas, se empacharon de merengue, pan de España, rosquillas, mazapán y canelas.
Un atasco en una tubería reveló el triste final. Caminantes nocturnos sorprendieron el agua brotar por las rendijas de las persianas junto con colorantes, velitas aplastadas, chocolate, nata. Y vaporones mefíticos.
Solo les faltó el incendio de pasiones para emular a Tita y Rosaura. Y un amor por el que morir.
(Ref. Como agua para chocolate/Laura Esquivel.)
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