Sección “Storytelling a la carta por Luiusa Himiob”
DESDE EL LUGAR DE LAS MEMORIAS DORMIDAS 3/3
Una amiga filósofa me hizo una vez la siguiente pregunta: “¿Cómo habitas tu mundo?” Defiende la premisa de que el ser humano primero ve, luego transcribe lo que ve creando un código particular, para finalmente expresarlo de la manera que mejor le va a su personalidad y talentos.
Aplicándolo a mi propia experiencia, la tres reflexiones expresadas en los artículos que le dedico a mi novela, me reafirma las razones que me llevaron a escribirla: el sentimiento de desarraigo que acompaña a quienes han vivido largos años fuera de su país; las costumbres y supersticiones que forman parte de herencias culturales propias de cada sociedad, tiempo histórico y lugar geográfico; y el poderoso llamado que nos hace la tierra y los ancestros que son parte ineludible de nuestra propia historia.
¿Qué impulsa a Claudio Blanco a dejar atrás su vida meticulosamente organizada en los Estados Unidos para regresar a esta tierra indómita sumida en la barbarie? Regresar a una hacienda que le ha traído siempre recuerdos inquietantes; a la huella dejada por su abuelo Augusto, al gran ceiba fiel guardián del último descanso de padres, hermano, abuelos. ¿Esta “llamada” proviene de la memoria de una herencia impresa en su cuerpo y en su alma, obligándole a enfrentar una realidad que no promete nada bueno. ¿O será verdad que ya es inaplazable la transmisión de los secretos que el río destina a los varones de la familia Blanco?
la Gran Sabana
Fotografía: Henry González
la Gran Sabana
Fotografía: Henry González
Esa noche, Claudio hizo las paces con el sueño recurrente que durante años lo había acechado y que por fin se dejó entender. Entreabrió los ojos y en la quietud de esas horas que presagian el amanecer, repasó con absoluta precisión las imágenes que durante tantos años lo habían eludido. Se encontró de pie en medio de un vasto paisaje, cuyos límites se extendían según fuera la dirección en la que él se movía. A su espalda, la enorme puerta de entrada de la hacienda estaba cerrada y en el corredor se encontraba el abuelo sentado en su mecedora, a sus pies el viejo sombrero y el bastón con cabeza de colibrí. El único sonido era el monótono crujir de la madera con cada ida y venida de la silla impulsada por su dueño. Sintió su presencia con absoluta claridad, al igual que la presencia de otros personajes, pero al volverse todos desaparecieron y solo quedó la puerta. De nuevo se volteó, un solitario farol iluminaba una calle que él conocía bien, alumbraba un único edificio que en el tercer piso mostraba una tenue luz parpadeante. Y en el medio de estos dos escenarios se encontraba él, buscando mantener su equilibrio sobre un terreno que ondulaba y se movía bajo sus pies.
Caminó hacia la puerta de la hacienda que ahora se mostraba abierta, invitándolo a pasar. Sintió que detrás de él se diluía gradualmente la otra imagen. El farol se apagó, así como la luz que salía del que reconoció como su apartamento en Boston. Entró en la casona y sintió sobre los hombros el peso de sus dudas, miedos, ambiciones, de tantas preguntas sin respuesta… Retrocedió en el tiempo y el niño de quince años se encontró en el gran salón de Augusto Blanco, abarrotado de muebles y libros. Mientras, el concierto de cuerdas No. 15 de Mozart acompañaba al abuelo sentado ante su escritorio, inmerso en los muchos documentos que cubrían la madera pulida y gastada. Claudio se sentó en el suelo en medio del salón y cerró los ojos, al abrirlos había retrocedido al niño de nueve años y ante él las figuras de sus padres aparecían y desaparecían. La música cesó y se hizo el silencio en la habitación vacía de cualquier figura humana. Como en una toma a cámara lenta, los muebles, las paredes y el techo se desmoronaron y fueron a parar a un enorme saco de lona, que al cerrarse también desapareció. El niño miró a su alrededor, la brisa y la luz de la mañana se adueñaron del espacio y el techo que todo lo abarcaba era el de un cielo que había impuesto su color azul, desplazando la noche de oscuras tormentas que huía y se replegaba lejos de allí. El niño cerró los ojos y no hizo más preguntas, porque conocía de antemano las respuestas.