Principales brechas de género en el sector rural en América Latina y el Caribe
REDACCIÓN NOTI AMÉRICA (ECUADOR)
La pobreza favorece la persistencia de la inseguridad alimentaria y nutricional de las personas, en tanto la población que la padece por fuerza debe destinar una mayor proporción de sus ingresos a la adquisición de alimentos (fao 2017).
En la región, las mujeres se ven particularmente afectadas por este fenómeno: entre 2007 y 2014 el índice de feminidad de la pobreza rural aumentó 6 puntos —de 108,7 a 114,7—, mientras que el índice de feminidad de la pobreza extrema lo hizo en casi 2 puntos —de 113 a 114,9— en el mismo periodo.
Adicionalmente, los hogares de menores recursos concentran una proporción más elevada de mujeres en edades de mayor demanda productiva y reproductiva (entre 25 y 59 años de edad) respecto de los hombres, específicamente en los primeros dos o tres quintiles de ingreso (FAO 2017b). Lo anterior se traduce en que el 8,4% de las mujeres experimentan inseguridad alimentaria severa, en comparación con el 6,9% de los hombres.
Expresado en números enteros, en América Latina y el Caribe 19 millones de mujeres sufren inseguridad alimentaria severa, en comparación con 15 millones de hombres. Es indicativo de esta situación que durante la última década la prevalencia de anemia en las mujeres se ha estancado, rondando el 22%. Además, es posible observar que, a menor nivel de ingresos, mayor es su prevalencia tanto en mujeres en edad fértil como en niños y niñas menores de cinco años. Por otra parte, en 19 países de la región la prevalencia de obesidad entre las mujeres supera en al menos 10 puntos porcentuales a la de los hombres (FAO, OPS, WFP y UNICEF 2018).
En el caso de la obesidad, un conjunto de factores incidiría favoreciendo su mayor presencia entre las mujeres, de entre los cuales puede mencionarse la mayor respuesta de activación neuronal o preferencia por alimentos con un alto nivel calórico (Manippa et al. 2017) y factores metabólicos que favorecen el aumento de peso en las mujeres más que en los hombres (Kanter y Caballero 2012). Sin embargo, la diferencia en las tasas de obesidad por sexo ha aumentado con el tiempo, por lo que las razones asociadas a la biología, genética y el metabolismo no son suficientes para explicar el fenómeno.
El sobrepeso tampoco presenta una distribución homogénea en las poblaciones, encontrándose asociado en el caso de las mujeres a la inseguridad alimentaria de los hogares, condición que a su vez se relaciona con la pobreza, la que limita o incluso restringe el acceso a dietas nutritivas y seguras (Farrell et al. 2018). En consecuencia, en varios países de la región las mujeres experimentan una doble carga nutricional, es decir la coexistencia de desnutrición con sobrepeso, obesidad o enfermedades no transmisibles relacionadas a la dieta (OMS 2019). Este fenómeno reafirma que el género modela la salud de hombres y mujeres, demandando que se lo identifique como un determinante social de la salud.
En materia de pobreza e inseguridad alimentaria y nutricional, la región mantiene deudas importantes en lo que respecta a los derechos básicos de las mujeres. Son ellas, y no los hombres, quienes padecen con mayor intensidad las desventajas asociadas a la división sexual del trabajo —la naturalización de la asignación de las tareas del cuidado y el trabajo doméstico no remunerado a las mujeres— a través de configuraciones específicas que se traducen en jornadas de trabajo muy extendidas, malas condiciones laborales, alta incidencia de la informalidad y escasa autonomía económica (FAO 2018a).
En el caso del tiempo total de trabajo, los datos muestran que los hombres destinan la mayor parte de su tiempo a la variante remunerada del mismo, mientras las mujeres lo dedican mayoritariamente al trabajo no remunerado (TNR), especialmente a labores de cuidado.
En Brasil, los hombres realizan TNR en un 48% en zonas urbanas y en un 42% en zonas rurales. Se trata de cifras muy inferiores al caso de las mujeres, las que en zonas urbanas realizan TNR en un 88% y un 92% en zonas rurales.
En el caso de las mujeres indígenas, estas destinan una mayor proporción de su tiempo al trabajo no remunerado que los hombres. A modo de ejemplo, en México, en 2014, las mujeres indígenas dedicaban 58,8 horas semanales al trabajo no remunerado, mientras los hombres solo 21,4 horas (CEPAL 2016).
En materia de educación, la región presenta avances en la ampliación de la cobertura y ha alcanzado la paridad en el acceso (CEPAL 2019). La educación primaria es prácticamente universal (aunque en el ámbito rural es levemente inferior al urbano), y no se presentan grandes diferencias en base al sexo o sectores socioeconómicos.
Sin embargo, lo anterior no ocurre de la misma forma en el acceso a la educación secundaria rural, cuya cobertura ha aumentado de manera significativa, aunque persisten brechas según el nivel socioeconómico. En los primeros dos quintiles de ingreso, la asistencia escolar de las mujeres de 13 a 19 años es menor que la de los hombres de la misma edad, pero las mujeres superan a los varones en asistencia en los demás quintiles. En el caso de las jóvenes de 20 a 24 años, persiste una diferencia de más de 10 puntos entre la asistencia de aquellas pertenecen al quintil más pobre y las del quintil más rico (CEPAL 2017).
El analfabetismo ha disminuido, especialmente en los grupos más jóvenes, alcanzando un promedio en la región de alrededor de 3% entre las jóvenes de 15 y 24 años; no obstante, a partir de los 25 años se manifiesta una brecha importante en relación a las mujeres, alcanzando niveles de 9% entre los 25 y 34 años, 16% entre los 35 y 44 años, 24% entre los 45 y 59 años y 45% en las mujeres mayores de 60 años (CEPAL 2017).
Asimismo, las disparidades en relación al acceso a recursos productivos, activos claves y mercados son persistentes. La tenencia de tierra es un indicador decisivo, toda vez que comporta aspectos simbólicos fundamentales en lo que refiere a la distribución del poder, la riqueza y el prestigio, dando cuenta no solo del orden económico de una sociedad, sino también de su orden cultural. La proporción de mujeres propietarias de tierras en la región oscila entre un 7,8%, en Guatemala, y un 30,8%, en Perú. Conviene añadir que, además, las tierras manejada por mujeres suelen ser áreas menores y de calidad inferior para la producción agropastoril que aquellas manejadas por hombres (FAO 2017b).
En lo que refiere al acceso de las mujeres a los mercados y al comercio, una encuesta del Centro de Comercio Internacional (ITC) realizada en 20 países del mundo, permitió detectar que solo una de cada cinco empresas exportadoras pertenece a una mujer. Asimismo, en América Latina y el Caribe las economías tienden a restringir legalmente el empleo de las mujeres en trabajos considerados peligrosos, arduos o moralmente inapropiados (19%), en la industria (16%) y durante la noche (6%) (Grupo del Banco Mundial 2018).
En el caso de las mujeres productoras agrícolas, un estudio de la FAO (2016) en cuatro países de América Latina y el Caribe puso en evidencia que los mayores factores de desigualdad que enfrentan las mujeres en los encadenamientos de yuca, maíz, algodón y quínoa, son: un menor acceso a recursos productivos, menores ingresos asociados al acceso a mercados, la sobrecarga de trabajo productivo y reproductivo y la baja asociatividad y participación.
Asimismo, y bajo el lente de la indivisibilidad entre las autonomías económica, física y política que deben prevalecer para lograr el empoderamiento de las mujeres, una de las problemáticas más crudas y cotidianas en la región es la violencia contra ellas. En el año 2017 al menos 2 795 mujeres fueron víctimas de feminicidio en 23 países de la región (CEPAL 2018). La violencia contra la mujer (CEPAL 2016), en cualquiera de sus expresiones, tiene consecuencias perjudiciales para el desarrollo de los países, favoreciendo el aumento del ausentismo laboral y limitando la movilidad, lo que a su vez impacta de manera negativa la productividad y las ganancias, e induce a las niñas a abandonar los estudios, quienes temen ser objeto de abusos (BM 2019).
Adoptar una perspectiva sistémica para abordar las brechas que experimentan las mujeres en el ejercicio de sus derechos exige, por una parte, comprender su naturaleza entramada, y, por otra, diseñar e implementar políticas, programas y proyectos orientados a tratar de manera diferenciada los requerimientos de poblaciones diversas. Por medio de diagnósticos que observen el escenario como un conjunto de dimensiones que se refuerzan mutuamente y sobre las cuales es necesario actuar de manera estratégica y coordinada.
Fuente: FAO