Dolor de patria
Hay un dolor que se esconde en un lugar recóndito del cuerpo; que, por curioso que parezca, lacera partes que no les son comunes a todos los seres humanos, porque va mucho más allá de lo físico y se incrusta hondo en el alma. Es un dolor que tiene que ver con el grado de pertenencia que se tenga con los lugares y con las personas aún sin conocerlas, porque hay algo, en el fondo del corazón, que nos dice que esas personas son algo nuestro por el solo hecho de haber nacido bajo el mismo cielo. Ese dolor, el de patria, siempre presente en el pecho de muchos colombianos, es el que me motiva el día de hoy a escribir estas líneas.
«Es darnos cuenta de que la violencia sigue azotando nuestros campos y continúa llevándose a nuestros niños y a nuestros jóvenes»
Es un dolor difícil de describir y que se siente al enterarnos de los hechos que día a día ocurren en nuestro amado país. Es darnos cuenta de que la violencia sigue azotando nuestros campos y continúa llevándose a nuestros niños y a nuestros jóvenes. Es ver los rostros de unas madres sobre los ataúdes de sus hijos y escuchar un clamor de justicia que se ha convertido en paisaje para quienes tienen en sus manos frenar la barbarie que ha sido nuestro pan de cada día por años y que parece recrudecerse inmisericordemente.
Pero si hay algo que duele casi a la misma escala es la indiferencia de un pueblo capaz de rasgarse las vestiduras por las cosas que ocurren en otras partes del mundo, pero no por lo que les pasa a los nuestros. Hace unos cuantos meses lo vivimos cuando el asesinato de un ciudadano estadounidense a manos de un policía causó repudio (sin afirmar que no lo merezca), pero no fue así en noviembre, cuando la empatía no nos alcanzó para manifestarnos, por ejemplo, frente a la muerte de un joven desarmado como Dilan Cruz bajo circunstancias similares.
Afligen las banderas de otros países en redes sociales cuando su suelo se mancha de sangre, no porque su sufrimiento no sea digno de ser compadecido, sino por el contraste con la ausencia de la nuestra cuando el horror nos visita, como el pasado 11 de agosto en un cañaduzal en Cali, dejando ver nuestra indolencia hacia nuestros semejantes.
«Los colombianos somos indignados por moda, de los que opinan guiados por lo que les indique el medio de comunicación de mayor circulación, sin pensar en antecedentes ni razones y sin poner en una balanza el valor de la vida frente a cualquier otro que pueda llegar a causar controversia»
¿Dónde están las camionetas de lujo que salieron la semana anterior a protestar por una decisión judicial que afecta a una persona con todas las posibilidades para defenderse? ¿Por qué no se pronuncian ante el asesinato de unos seres humanos? ¿Por qué no hay una campaña que diga “Je suis Samaniego (Nariño) donde se perpetró una masacre el sábado 15 de agosto?
Los colombianos somos indignados por moda, de los que opinan guiados por lo que les indique el medio de comunicación de mayor circulación, sin pensar en antecedentes ni razones y sin poner en una balanza el valor de la vida frente a cualquier otro que pueda llegar a causar controversia. Somos cómodos, folclóricos e indolentes frente a la realidad y solo reaccionamos si esta toca a nuestro entorno cercano. Lo peor es que nuestras decisiones políticas nos están llevando a ese escenario; el panorama es desolador.
Mientras los pronunciamientos del señor presidente sean para autoelogiar una gestión que no ha hecho y plantear juicios de valor frente a temas que no le competen y no para reconocer todos los errores que ha cometido durante su administración, además de darles a las víctimas de este flagelo el consuelo de estar haciendo todo lo posible porque una situación tan macabra vuelva a presentarse, volvemos, como a principio de siglo, a perder la luz que hace tan solo cuatro años se alcanzó a vislumbrar al final del túnel.
«La patria tiene que dolernos ahora, para que no siga doliendo nunca más»
De nuevo es el campo el que tiene que padecer las consecuencias de las decisiones de quienes viven la guerra frente a un televisor. Tenemos una deuda con quienes ponen las víctimas y es nuestro deber empezar a sentir en carne propia el dolor de nuestros hermanos. La patria tiene que dolernos ahora, para que no siga doliendo nunca más.