La idiosincrasia colombiana: explicación de nuestro atraso
Opinión: Flor María Torres Estepa. Lic. Español – Inglés Universidad Pedagógica Nacional
Vivir en Colombia es una constante lucha mental entre “quiero pensar que todo está bien” y “no puedo creer que esto esté pasando”, con algo de “qué descaro, de verdad que la gente se pasa”. Aunque la mayor parte de la comunidad pone de su parte para que podamos sortear exitosamente las situaciones que se nos presentan a diario, hay momentos en los que esa particular manera que tenemos de ver la vida genera algo de desconsuelo. Prueba de ello es la realidad nacional en este momento histórico por el que estamos atravesando.
Si bien es cierto que una pandemia es algo para lo cual nadie está preparado, la ciudadanía del país del sagrado corazón puede llegar a ser una de las menos conscientes de la gravedad de las circunstancias que le tocó vivir: desmerita las recomendaciones mínimas para salvaguardar su vida y las de los que le rodean, busca la manera de violar de cualquier forma la cuarentena, hace fiestas, se va para la finca, participa de aglomeraciones e incluso saca a los muertos de los féretros sellados. Luego se queja del encierro, cree en conspiraciones, asume que todas las medidas que se toman tienen el único propósito de molestarle y jamás va a asumir que, si hubiera hecho caso desde el principio, ya estaríamos bajando el pico de la pandemia y no todavía en ascenso.
El complemento perfecto para una ciudadanía de tales características o -tal vez la explicación de su existencia- aparece al ver la manera como el estado ha asumido semejante reto: dando una orden y luego reversándola; cayendo ante la presión de los gremios económicos y echándose para atrás en sus disposiciones una y otra vez. Su credibilidad disminuye cada vez el señor presidente aparece haciendo el ridículo tanto a nivel micro -como cuando narró el gol contra el coronavirus o cuando salió en su programa diario (que es otra payasada) sosteniendo sus caritas felices- como a nivel macro -como cuando, después de tres meses de confinamiento, dio vía libre para que la ciudadanía antes descrita saliera a adquirir artículos no esenciales, favoreciendo sectores económicos que lo necesitaban menos que otros-.
Por si esto fuera poco, aparece la gloriosa fuerza pública colombiana, dando ejemplo de todo lo que uno no desea de aquellos que, supuestamente, tienen como misión defender a su pueblo: lastimando a los débiles de formas deplorables que van desde golpear inmisericordemente a quienes rebuscan su sustento diario porque no pueden simplemente morir de hambre, hasta abusar sexualmente de menores de edad de comunidades indígenas.
Mientras tanto, la corrupción hace su agosto de mano de la clase política colombiana. Con decepción, el ciudadano que ha tenido que poner un trapo rojo en su ventana pidiendo ayuda o aquel que ha luchado con todas sus fuerzas por no perder el negocio por el que lleva trabajando una vida entera, observa como en algunas regiones del país los alcaldes facturan los mercados con sobrecostos, el dinero de las ayudas se pierde, en presidencia adquieren camionetas nuevas con dineros del fondo de la paz y a las cabezas del poder ejecutivo se les comprueban nexos y financiaciones de narcotraficantes.
Es difícil de describir lo que produce ver un montón de personajes que asisten (si es que lo hacen) a las sesiones parlamentarias de manera virtual mientras solicitan que la ciudadanía salga a exponerse al virus y, sin asomo de vergüenza, muestran que devengan casi cuarenta veces lo que un trabajador que labora de sol a sol -y a quien tratan por todos los medios de desmejorarle los ingresos mientras ellos se niegan a tocar los suyos-, por dormir en público, hacerse masajes, salir a trotar, sacarse los mocos y aprobar decretos ridículos como el del carriel como patrimonio cultural colombiano, en vez de tratar de solucionar las dificultades que esta nueva realidad conlleva.
Para completar, los medios de comunicación ayudan a fomentar la confusión al mostrar durante el 90% de sus emisiones un panorama desolador con respecto a la pandemia y, acto seguido, entrevistar diversos personajes que afirman que salir a trabajar y, más grave aún, llevar a los niños a estudiar es absolutamente seguro (así como lo era el día sin IVA). Además, en lo que a la afectación producida por el virus se refiere, el enfoque se centra mayormente en los estratos altos; de ahí que los informes muestren de manera más dramática las pérdidas de los empresarios de estrato 6 y la tragedia de los pobres que aparentan ser ricos, que las de otros sectores de la población. En cuanto a educación, lo que exponen son los protocolos de bioseguridad y las dificultades de la enseñanza en grandes colegios bilingües del norte de Bogotá, pero no de los colegios privados cuya planta física suele ser una casa de San Cristóbal sur, Bosa o Ciudad Bolívar.
Es imposible generalizar las características de un pueblo tan diverso como el colombiano y, pese a lo expresado en las anteriores líneas, la mayor parte de sus habitantes trata de hacer las cosas de la mejor forma posible, de no ser así el virus ya nos hubiera consumido. No obstante, la corrupción – sumada a esa actitud inmediatista que nos lleva a actuar a la ligera impidiéndonos prever las consecuencias de nuestros actos y que practica desde el presidente hasta el más humilde de los ciudadanos- es la que nos aleja una y otra vez del progreso y es el imán más poderoso que atrae nuestra miseria.